Que nos ayude a seguir sus pasos.

2013-06-20 L’Osservatore Romano
Se ha hecho público el decreto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en virtud del cual se inserta la mención del nombre de San José en las Plegarias Eucarísticas,II, III y IV, a continuación de la mención de Santa María, Virgen y Madre de Dios. Ya, desde Juan XXIII se mencionaba su nombre en la I, el llamado “Canon Romano”. Nos alegramos de este hecho, que tantos esperábamos.

San José, sin duda, es una figura cercana y querida para el corazón del pueblo de Dios, una figura que invita a cantar incesantemente la misericordia del Señor, porque el Señor ha hecho con él obras grandes, y ha manifestado su infinita misericordia en favor de los hombres. No podemos olvidar que la figura de san José, aun permaneciendo más bien oculta y en el silencio, reviste una importancia fundamental en la historia de la salvación. A él le confió Dios la custodia de sus tesoros más preciosos: su Hijo único, venido en carne, y su Madre Santa, siempre Virgen. A él obedeció Jesucristo, el autor de nuestra salvación; en él tenemos el gran intercesor ante el Hijo de Dios, Redentor nuestro, que nació de la Virgen María, su esposa; en él tenemos el ejemplo del hombre fiel y creyente, y del siervo prudente.

Son poquísimas las alusiones a san José en los Evangelios, sólo en Mateo y en Lucas; sin embargo, con una gran sobriedad, nos ofrecen los trazos que delinean esta figura singular, en la que Dios ha encontrado la docilidad total para llevar a cabo sus promesas. José, desposado con María, era del linaje de David. Así unió a Jesús a la descendencia davídica, de modo que, cumpliendo las promesas sobre el Mesías, el Hijo de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, puede llamarse verdaderamente "hijo de David". David no verá a su sucesor prometido, "cuyo trono durará para siempre", porque este sucesor anunciado, veladamente en la profecía de Natán, es Jesús. David confía en Dios. Igualmente, José confía en Dios cuando escucha al mensajero, al Ángel, que le dice: " José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo". Y José "hizo exactamente lo que le dijo lo que le había mandado el Ángel".

Mateo dice de José, "como era un hombre justo obedeció al mandato". Ser justo es decirlo todo de José; no es solo decir que era un hombre bueno y comprensivo; es decir sencillamente la reciedumbre y solidez de toda su persona que se caracteriza en su identidad más propia, hasta definirlo por vivir de la fe, como “el justo vive de la fe”; por confiar plenamente en el Señor, y así ser bendecido enteramente por Dios, como el árbol que crece junto a las aguas del río. El justo es el que camina en la ley del Señor y escucha sus mandatos, el que vive en la total comunión con el querer divino y realiza su verdad, el que permanece firme en la fidelidad inquebrantable de Dios, y toma parte en su misma consistencia, que es la de Dios mismo.

Para José, como el justo que es probado y acreditado, llega el momento de la prueba, una dura prueba para su fe y fidelidad. Prometido de María, pero antes de vivir con ella, descubre su misteriosa maternidad y queda turbado. El evangelista Mateo subraya, precisamente, que como era justo, no quería repudiarla y por tanto resolvió despedirla en secreto. En la noche, en sueños, el ángel le hizo comprender que era obra del Espíritu Santo; y José, fiándose de Dios, renunciando a sí mismo y a su criterio, a su manera de ver las cosas y a su proyecto propio, accede y coopera con el plan de la salvación: deja a Dios ser Dios, sin imponerle ningún molde o criterio humano previo, preestablecido por el hombre. Cierto que la intervención divina en su vida no podía menos que turbar su corazón, sumida en la oscuridad de la noche y de la falta de luz en esos momentos. Y es que confiarse en Dios no significa ver todo claro según nuestros criterios, no significa realizar lo que hemos proyectado; confiarse en Dios quiere decir expropiarse, es decir vaciarse de sí mismos, renunciar a sí mismos, porque sólo quien acepta perderse por Dios puede ser "justo", con la justicia o verdad de Dios, como san José; es decir, puede conformar su propia voluntad y querer con Dios, con su designio, y así vivir y caminar en la verdad y la luz.

En la historia, José es el hombre que ha dado a Dios la mayor prueba de fidelidad y de confianza, incluso ante un anuncio tan sorprendente. En él vemos la fe de nuestro padre Abrahán, padre de los creyentes. En José encontramos a un auténtico heredero de la misma fe de Abraham; fe en Dios que guía los acontecimientos de la historia según su misterioso designio salvífico. En verdad, como dice la carta a los Hebreos acerca de Abrahán, también José “creyó contra toda esperanza”. Se fió enteramente de Dios. Vemos en esa fe, la misma fe de su esposa María, que dice: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". En esa fe, y por ella precisamente, vemos cómo está unido a su esposa para cumplir la voluntad de Dios, para hacer lo que Dios quiere, para escuchar y obedecer la Palabra de Dios, lo que Dios manda, y así cumplir el designio de Dios: “Dichoso él porque ha escuchado la palabra de Dios”, la ha acogido, y la ha obedecido, sin ninguna certeza humana, solamente fiado de lo que el mensajero le ha trasmitido. Como el mismo Jesús, hecho hombre en el seno de María por obra del Espíritu Santo: "Me has dado Señor un cuerpo, aquí estoy, oh Dios, para cumplir tu voluntad".

Esta grandeza de José, que es la grandeza de la fe, como la de María, resalta aún más, porque cumplió su misión de forma humilde y oculta en la casa de Nazaret. Por lo demás, Dios mismo, en la Persona de su Hijo encarnado, eligió este camino y este estilo -el de la humildad y el del ocultamiento- en su existencia terrena. Es José, como lo dibujaba el Beato Juan Pablo II, el hombre del silencio, del “silencio de Nazaret”. Es el estilo que lo caracteriza en toda su existencia: como en la noche del nacimiento de Jesús, como escuchando al anciano Simeón, o cuando Jesús es hallado en el templo y recuerda a sus padres que tenía que ocuparse de las cosas de su Padre, porque sólo Dios es nuestro Padre y “toda paternidad viene de Dios”.

Podemos considerar a san José, bendito y dichoso, porque él fue el primero al que se le confió directamente el misterio de la encarnación, el cumplimiento de las promesas de Dios, del Dios con nosotros, Enmanuel. Y, como María, guardó este secreto escondido a los siglos y revelado en la plenitud de los tiempos. Guardó en su corazón y lo custodió: porque el “secreto” era el Hijo de María, a quien Él habría de poner el nombre de Jesús, el “Salvador” de todos los hombres, Mesías y Señor.

A José el Padre celestial ha encomendado el cuidado diario de su hijo, en la tierra, un cuidado realizado en la obediencia, la humildad y en el silencio. A él le cupo el honor y la gloria de criar a Jesús, esto es de alimentar y enseñar a Jesús, de conducirle por los caminos de la vida para aprender a ser hombre, para aprender a trabajar como hombre, amar como hombre con corazón de hombre, a insertarse en una historia y una tradición concreta, aquella del Pueblo de Dios elegido y amado, educarle como hombre, e incluso, educarle en la plegaria de aquel pueblo a rezar como hombre. ¡Qué maravilla el que el Hijo de Dios se sometiese así a José y aprendiese a obedecer y a caminar en la vida del hombre junto a José!¡Qué bien refleja todo esto aquel maravilloso cuadro de El Greco en la sacristía de la catedral de Toledo, a decir de los especialistas una de las pinturas más bellas y mejores del pintor toledano de adopción!: Jesús, niño, es conducido lleno de gozo por José, que le mira atentamente con una mirada de ternura y de fe incomparables, caminando con él, de la mano de él, con esos ojos puestos en Jesús y en el horizonte o mejor en el cielo, recorriendo los caminos de la vida con José.

¿Cómo no dar gracias a Dios por esta maravilla que Dios ha realizado en medio de los hombres: José, el justo, esposo de la Virgen María, el carpintero de Nazaret con el que identificaban a Jesús como hijo para despreciarlo por su humilde condición, pero tan grande a los ojos de Dios, que le confió la custodia de su Hijo y de su Madre, y ahora le sigue confiando la protección y sostén de la Iglesia, que tiene en María, su imagen y su madre?¿Cómo no insertar la mención de su nombre, junto a su Esposa, la Virgen madre de Dios, María, en las plegarias eucarísticas si ocupa un lugar tan singular en la historia de la salvación, en la plenitud de esta historia, en la obra redentora de Jesús, el Salvador, nacido de María Virgen por obra del Espíritu Santo?¿Cómo no tenerlo presente cada vez que celebramos el memorial del Misterio Pascual, en la Eucaristía, que hace a la Iglesia, estando tan asociado a lo que es la Iglesia, y la guarda, como protector universal suyo?. Que esta inserción del nombre de San José nos ayude a todos a seguir sus pasos, su fe, su fidelidad y la prontitud en el cumplimiento silencioso de la misión que la Iglesia nos confía a cada uno, para servir a Jesús, en quien está la salvación del mundo entero, y servirle como él, su gran siervo y servidor, le sirvió: con todo su ser, con todo su corazón.

Antonio Cañizares Llovera