2013-06-29 L’Osservatore Romano
No existe «un protocolo de la acción de Dios en nuestra vida», pero podemos estar seguros de que, tarde o temprano, interviene «a su modo». Por ello no hay que dejarnos llevar por la impaciencia o por el escepticismo, porque cuando nos desanimamos y «decidimos bajar de la cruz, lo hacemos siempre cinco minutos antes de la revelación». Saber aceptar y reconocer los tiempos de Dios fue la invitación del Papa durante la misa que celebró el viernes 28 de junio en la capilla de la Domus Sanctae Mathae. Entre los presentes se contaba el personal de la dirección de sanidad e higiene de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, encabezados por el director Patrizio Polisca.
Dios camina siempre con nosotros «y esto es seguro» dijo el Pontífice. «Desde el primer momento de la creación –explicó– el Señor se involucró con nosotros. No creó el mundo, el hombre, la mujer, y los abandonó. Nos creó a su imagen y semejanza». Por lo tanto, desde el principio de los tiempos existe «este involucrarse del Señor en nuestra vida, en la vida de su pueblo», porque el Señor está cerca de su pueblo, muy cerca. Él mismo lo dice: ¿Qué nación sobre la tierra tiene un Dios tan cercano como vosotros?».
«Esta cercanía del Señor – afirmó el Papa Francisco – es un signo de su amor: Él nos ama tanto que ha querido caminar con nosotros. La vida es un camino que Él ha querido recorrer junto a nosotros. El Señor entra siempre en nuestra vida y nos ayuda a seguir adelante». Pero, precisó, «cuando el Señor viene, no siempre lo hace de la misma manera. No existe un protocolo de la acción de Dios en nuestra vida. Una vez lo hace de una manera, y en otra ocasión lo hace de distinta manera. Pero lo hace siempre. Siempre se da este encuentro entre nosotros y el Señor».
En el pasaje del evangelio de la liturgia del día, Mateo 8, 1-4, «hemos visto –evidenció el Santo Padre– cómo el Señor entra inmediatamente en la vida de este leproso». Narra el evangelista que «cuando Jesús baja del monte, le siguió mucha gente. En esto se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Extendió la mano y le tocó diciendo: “¡Quiero!”». Así que Jesús interviene «inmediatamente: la oración y el milagro».
Por el contrario, en la primera lectura del libro del Génesis (17,1.9-10.15-22), «vemos –explicó el Papa– cómo el Señor entra en la vida de Abrahán paso a paso, lentamente. Cuando Abrahán tenía ochenta y nueve años» Dios le había asegurado el nacimiento de un hijo. «Hoy hemos leído que a noventa y nueve años, diez años después, le promete un hijo. Pasaron diez años. Los sabios nos dicen: para el Señor un día son como mil años y mil años son como un día» subrayó el Pontífice.
«El Señor –prosiguió– sigue siempre su modo de entrar en nuestra vida. Muchas veces lo hace tan lentamente que arriesgamos perder un poco la paciencia: “Pero Señor, ¿cuándo?”. Rezamos y rezamos, pero no llega su intervención a nuestra vida». Otras veces, en cambio, «pensamos en lo que el Señor nos prometió, pero es tan grande que somos un poco incrédulos, un poco escépticos, y como Abrahán, reímos un poco a escondidas».
De hecho, el pasaje del Génesis «nos dice que Abrahán esconde su rostro y sonríe. Un poco de escepticismo: “¡pero cómo es que yo, con casi cien años, tendré un hijo y mi mujer a noventa años tendrá un hijo!”». Y «lo mismo hará Sara –añadió el Pontífice– en el encinar de Mambré cuando los tres ángeles» repiten el anuncio «a Abrahán mientras ella estaba escondida detrás de la puerta de la tienda: espiaba de seguro para escuchar de qué hablaban los hombres, pero esto siempre ha sucedido... y cuando escuchó esto, sonrió. Sonrió de escepticismo».
Lo mismo sucede también con nosotros, hizo notar el Papa Francisco. «Cuántas veces, cuando el Señor no viene, no hace el milagro y no nos hace aquello que queremos que nos haga, o llegamos a ser impacientes –“¡pero no lo hace!”– o escépticos: “¡no puede hacerlo!”».
El Señor toma su tiempo –continuó el Pontífice–, Pero también, en esta relación con nosotros, tiene mucha paciencia. No sólo nosotros debemos de tener paciencia. Él también la tiene, Él nos espera. Nos espera hasta el final de la vida, junto al buen ladrón que justo al final reconoció a Dios. El Señor camina con nosotros, pero muchas veces no se hace ver, como en el caso de los discípulos de Emaús».
«El Señor –dijo una vez más el Santo Padre– se involucra en nuestra vida, esto es seguro, pero muchas veces no le vemos. Y esto requiere paciencia. Pero el Señor, que camina con nosotros, también tiene mucha paciencia con nosotros: el misterio de la paciencia de Dios que, en el caminar, camina a nuestro paso».
«En la vida, algunas veces, las cosas llegan a ser muy oscuras –explicó el Papa–. Hay mucha oscuridad. Y sentimos ganas, si estamos en dificultad, de bajar de la cruz. Y éste es el momento preciso: la noche es más oscura cuando el alba se acerca. Siempre cuando bajamos de la cruz, lo hacemos cinco minutos antes de que venga la revelación. Es el momento de la impaciencia más grande». Aquí nos ayuda la enseñanza de Jesús que «en la cruz sentía que lo desafiábamos: “¡baja!, ¡baja!, ¡ven!”». Por ello se requiere «paciencia hasta el final, porque Él tiene paciencia con nosotros, entra siempre. Se involucra con nosotros. Pero lo hace a su modo y cuando piensa que es mejor, nos dice sólo aquello que dijo a Abrahán: “camina en mi presencia y sé perfecto, sé irreprensible”: es precisamente la palabra justa».
El Pontífice concluyó la homilía rezando al Señor para que conceda a todos la gracia de «caminar siempre en su presencia buscando ser irreprensibles. Éste es el camino con el Señor y Él interviene, pero debemos esperar: esperar el momento caminando siempre en su presencia y buscando ser irreprensibles».