Ordenación Episcopal de S.E.R. Mons. Jorge Estrada Solórzano

Homilía de

S.E.R. Mons. Christophe Pierre

Nuncio Apostólico en México

Ordenación Episcopal de S.E.R. Mons. Jorge Estrada Solórzano

Auxiliar de la Arquidiócesis de México

(Basílica de N.S. de Guadalupe, México, D.F., 19 de julio de 2013)

Emmo. Sr. Card. Norberto Rivera Carrera

Excelentísimos Señores Obispos, sacerdotes, religiosas, religiosos. diáconos y miembros todos del pueblo de Dios. Distinguidas amigas y amigos.

Saludo con gozo a cada uno de ustedes, convocados para participar en este evento de gracia, en el que Mons. Jorge Estrada Solórzano recibirá, por la imposición de las manos de los sucesores de los apóstoles, la plenitud del sacerdocio. Ha sido a él a quien el Papa Francisco, mostrando particular solicitud hacia esta Arquidiócesis de México, quiso designar nuevo obispo auxiliar de esta iglesia particular. Don Jorge, por su parte, consciente del peso de la elección, aceptó desde la fe y el amor, comprometiéndose a consagrar su vida y sus esfuerzos todos al servicio del pueblo de Dios que peregrina en estas tierras bendecidas por la presencia de Santa María de Guadalupe, Madre del verdadero Dios por quien se vive.

Para la Arquidiócesis de México, la designación de un nuevo obispo auxiliar en este Año de la Fe constituye, sin duda, un don grande del Señor y también, una consigna: “¡Duc in altum!”, “¡Rema mar adentro!”. ¡Rema desde la fe!, desde una fe razonada, serena, límpida y renovada. Consigna a proyectarnos hacia el futuro, a mirar el amplio horizonte evangelizador que la nueva época nos presenta; a remar mar adentro confiando en la Palabra, a salir sin temor en busca de frutos nuevos, a “remar mar adentro” en y desde la conciencia de que Él “rema” siempre con nosotros, en comunión y fidelidad; de que Él provee siempre.

El envío, y particularmente la tarea que el Señor Jesús te confía a ti, hermano Jorge, es por demás retadora. Pero esa tarea es también “gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo" (Benedicto XVI, 24 abril 2005), a través del anuncio y ofrecimiento de la Vida: de tu vida y de la vida de Aquel que es la Vida. Anunciar la vida y ofrecerla al hombre de nuestra época, en la que se entrecruzan tantas vidas sin esperanza incapaces de experimentar el amor auténtico; “vidas” que vagan por los desiertos de las perennes angustias típicas de una sociedad autosuficiente e individualista, ansiosa del “tener” y que poco o nada quiere saber del “ser”.

Es precisamente en esa nuestra actual y difundida cultura de los falsos valores, que Jesucristo Resucitado debe hacerse presente con creciente nitidez también a través de tu persona y de tu ministerio. Hacer presente a Jesucristo, el único que conoce verdaderamente al hombre, y quiere ofrecerle la posibilidad de un giro radical en la concepción de su vida: el giro del Amor infinito y misericordioso de Dios que, proclamado, testimoniado, celebrado y practicado en y desde la comunión, se revela como verdadero y único camino de vida plena y eterna.

Amor de Dios que, como revela la Escritura, siempre provee y todo lo dispone y gobierna con firmeza y suavidad, si bien, al hacerlo, también pide la cooperación del hombre. El elegido, así, sin renunciar a la propia identidad y a la propia responsabilidad acoge y asume en libre “corresponsabilidad” la llamada como proyecto de vida que le lleva a donarse en el oficio de enseñar, santificar y regir al pueblo de Dios desde la humildad y abnegación de padre.

Y, porque “Dios es amor”, ese proyecto de vida del elegido, sucesor de los apóstoles, no puede ser sino proyecto de amor cimentado en la fe y total confianza en el Dios que todo provee y que quiere estar siempre presente en él. Presencia de Dios que es amor, y que el obispo está llamado a manifestar y a testimoniar con su misma presencia en medio de su Pueblo. Manifestar y testimoniar que Dios sigue presente en el mundo y que, a pesar de las apariencias, es su amor quien triunfa sobre el mal, el pecado y la muerte.

Sí, queridos hermanos. Dios sigue presente y debemos día a día testimoniar esa su presencia eficaz que desde los inicios de la alianza de Dios con el hombre se ha hecho patente; presencia que Abraham, nuestro Padre en la fe, supo experimentar y a la cual pudo corresponder con fe y amor.

Reflexionando sobre los hechos narrados en el libro del Génesis, el autor de la carta a los Hebreos escribe que, “por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba” (Hb 11,8). Abraham creyó en Dios, se fio de él, que lo llamó. Creyó en la promesa. Dios dijo a Abraham: “Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré (...). Por ti serán bendecidos todos los linajes de la tierra” (Gn 12,1-3).

"Por la fe, -dice la misma carta a los Hebreos-, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito, respecto del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia" (Hb 11, 17-18). Aquí está el culmen de la fe de Abraham. Puesto a prueba por el Dios en quien había depositado su confianza, por el Dios del que había recibido la promesa relativa al futuro lejano, es invitado a ofrecer en sacrifico a Dios precisamente a ese Isaac, su único hijo, a quien estaba vinculada toda su esperanza de acuerdo con la promesa divina. ¿Cómo podría entonces cumplirse esa promesa, si Isaac, su único hijo, debía ser ofrecido en sacrificio? Abraham, naturalmente no lo sabía; pero, desde su fe y confianza en el Dios que se le había revelado, “pensaba que Dios era poderoso aun para resucitarlo de entre los muertos” (Hb 11, 19), de modo que ni siquiera por un instante dejó de creer. Su fe en la promesa alcanzó su culmen. “Dios es poderoso aun para resucitarlo de entre los muertos”. Y su fe, su abandono total en Dios, no lo defraudó; por eso recobró a Isaac.

A la lógica humana resulta paradójico que Dios, habiendo dado un hijo a Abraham, única esperanza de la promesa, luego le pida sacrificarlo sobre el monte Moria. Paradójico es también que, amando infinitamente a su Hijo Jesucristo, luego le pida sufrir, por amor al hombre, hasta la muerte en cruz. Y no es menos paradójico el que el hombre, habiendo recibido la salvación de Jesucristo, luego se encuentre afrontando tremendas fuerzas hostiles que le empujan a alejarse de esa salvación, que le empujan a alejarse de Dios. Pero en Dios no hay paradojas; Él une los extremos aparentemente contradictorios con lazos inseparables de amor. Y es solo desde el amor y en el amor, que el hombre puede tratar de entender las paradojas del amor.

Abraham, de suyo, que está en el origen de nuestra fe, forma parte de ese eterno designio de amor divino en el cual también nosotros estamos hoy inmersos. La vocación de Abraham, como la carta a los Hebreos nos deja ver, estuvo, en efecto, completamente orientada hacia el día de Cristo. Es este el significado exacto de la obediencia de Abraham, que esperó contra toda esperanza ser padre de numerosas naciones. Promesa de Dios que en Cristo, se cumple a lo largo de los siglos, de generación en generación.

Queridos hermanos. Cuando la fe y el amor llegan al ámbito de la experiencia vital, se vuelven poderosos y eficaces. Una fe y un amor que no logran transformarse en experiencia existencial, corren el peligro de volverse egoísmo, abstracción, o puro sentimentalismo. Abraham experimentó el amor fiel de Dios, y por eso su fe y amor permanecieron firmes en el momento de la prueba. Y esta fue también la experiencia de Jesús, que conociendo el amor del Padre y el amor a los hombres, abrazó la cruz con decisión y libertad.

Hermano Jorge. Un día dijo Dios a Abraham: “Sal de tu tierra (...), a la tierra que yo te mostraré (...). Por ti serán bendecidos todos los linajes de la tierra”; y siglos después Jesús pidió a Pedro separar su barca de la seguridad de la orilla, remar mar adentro y echar las redes.

Y es esto lo que hoy te pide: ¡que salgas de los presentes horizontes para encaminarte hacia las grandes periferias existenciales del hombre! ¡que salgas y unjas a todos los hombres con el óleo de la palabra, de la oración y de los sacramentos, bendiciéndolos en su nombre! Que salgas, en comunión afectiva y efectiva con el Señor Cardenal Norberto Rivera Carrera, ordinario de esta iglesia particular de México, con los demás obispos auxiliares, con los sacerdotes, consagrados, agentes de pastoral y fieles, y por supuesto también con todos los Pastores de la Iglesia, particularmente con el Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro; que emprendas la marcha “hacia la tierra que yo te mostraré” y a conducir, con valentía, la barca que el Señor pone en tus manos.

Toma, pues, las redes y el timón. Llama, convoca y guía a las ovejas al encuentro de Cristo. Mantenlas en profunda y real comunión entre sí, con la Iglesia y con Dios; y ve detrás de ellas, ofreciéndoles la verdad y la luz, cuidando que ninguna se pierda.

¡Ánimo, Dios provee! Ten confianza, seguro de que siempre estará contigo Aquel que sigue al hombre hasta en sus desiertos y confusiones. Ten confianza y cuenta con la oración con cual pedimos al Espíritu Santo te ayude para que, -como ha dicho el Papa Francisco-, confesando al Señor, dejándote instruir por Dios; consumándote por amor de Cristo y de su evangelio; y siendo servidor de la unidad, logres impulsar a todos y a cada uno hacia un encuentro profundo y personal con Cristo y hacia una cada vez más creciente perfección espiritual que lleve, a cada uno, a anunciar con entusiasmo al mundo la Buena Nueva de la plena salvación.

Y que Santa María de Guadalupe, Madre de Jesús y Madre nuestra proteja tu ministerio y persona, la de cada uno de los pastores, y la de todos los fieles de esta amada Arquidiócesis de México.

Así sea.

Noticia: 
Nacional