2013-07-28 L’Osservatore Romano
El obispo de Roma lo ha subrayado varias veces a propósito de María que se pone en viaje para visitar a su pariente Isabel: la Virgen va deprisa, pero no con prisas, y este modelo debe contemplar cada cristiano. Parece una distinción sutil, pero no es así; como se ha visto en este Jornada mundial de la juventud durante la cual el Papa Francisco va de prisa, pero no con prisas: sin ahorrar esfuerzo ni perder un instante, pero dedicando todo el tiempo necesario para estar con quien encuentra, en la multitud o en coloquios personales.
Mientras la gran cita de Río de Janeiro se encamina a la conclusión, el Pontífice ha mostrado cómo se debe usar el tiempo. El Papa Francisco, que no quiere perder un instante y procede con prontitud, ha dado, en efecto, su tiempo sin prisa alguna a los jóvenes a quienes confesó o invitó a almorzar, pero sobre todo a las dos jóvenes y a los dos jóvenes menores condenados, a quienes acogió para escuchar cuanto tenían en el corazón.
Al principio, los ocho detenidos —de quienes la administración penitenciaria anunció la remisión de la pena— estaban cohibidos, casi sin palabras. Después, poco a poco, se soltaron, serenos por la tranquila espera, por la sonrisa acogedora, por las palabras sencilla y sobre todo por la escucha del Papa. Que dejó que le contaran sus historias, explicaran el sentido de los pequeños regalos ofrecidos, abrazaran y besaran repetidamente, firmando con atención sus fotografías para cada uno de los jóvenes.
Lo que el Pontífice ha querido comunicar es el signo de la misericordia, en el día dedicado por la Iglesia a la memoria de los padres de María, «los abuelos de Jesús» Ana y Joaquín, en el palacio arzobispal de Río que toma nombre del padre de la Virgen. Aquí, en el Ángelus, habló de una «larga cadena que ha transmitido el amor de Dios», subrayando la importancia de la familia para la comunicación de ese «patrimonio de humanidad y de fe que es esencial para toda sociedad». Y es el tema fundamental del encuentro entre generaciones, afrontado por el episcopado latinoamericano en el documento de Aparecida y recordado con fuerza por el Papa Francisco en el encuentro con los argentinos.
Después, de nuevo, en la playa de Copacabana, el Pontífice tomó parte en el «camino de la cruz», encomendada por Juan Pablo II a los jóvenes antes aún del inicio de las jornadas mundiales de la juventud, cruz que en treinta años ha recorrido todos los continentes. La antigua tradición del Quo vadis —«¿Dónde vas, Señor?», que pregunta Pedro en fuga de la persecución a Jesús, que se dirige en cambio a Roma para afrontarla— sirvió al Papa Francisco para subrayar que Cristo en todo momento carga con las cruces de todas las víctima de violencia, droga, hambre, persecución. Y que Jesús está con muchos jóvenes desilusionados por las instituciones políticas «o que han perdido su fe en la Iglesia, e incluso en Dios, por la incoherencia de los cristianos y de los ministros del Evangelio».
Pero Dios perdona nuestro pecado —es pura misericordia, repite a menudo el obispo de Roma haciéndose eco de la síntesis agustiniana miseria mea misericordia tua— y sobre todo enseña «mirar siempre al otro con misericordia y amor», recalcó el Papa Francisco. Que cerró la meditación sobre el Via crucis interpelando a cada uno precisamente sobre la misericordia: en nuestra vida, ¿somos como Pilato o como el cireneo, María y las demás mujeres que permanecieron junto al Señor? (Giovanni Maria Vian, 27 de julio)
g.m.v.