SI QUIERES...

Por una enfermedad muy contagiosa, incurable, progresiva y mortal lo había perdido todo. No sólo a su familia y seres queridos, sino incluso a conocidos y desconocidos, a cuantos habían formado parte de su comunidad; no sólo su trabajo sino la posibilidad de recuperarlo o tener otro alguna vez; no sólo su casa, sino poder tener un techo sobre su cabeza; no sólo la población en la que había vivido, sino permiso para habitar entre la gente. Había sido condenado a vivir en las afueras, a descampado, lejos de todos y de todo, comiendo los desperdicios que la gente arrojaba a los basureros, obligado a usar una campana al cuello para alertar sobre su presencia, y en caso de percatarse de que alguien se acercara demasiado, gritar: '¡soy impuro!, ¡soy impuro!' para que al oírlo quien caminaba por ahí se apresurara horrorizado a alejarse lo más pronto posible, y no faltaba quien le arrojara piedras y le gritara insultos. Vivía así en la más devastadora soledad y desesperanza, rechazado por todos, forzado por ley a llevar luto por sí mismo pues se le consideraba muerto en vida. Era el leproso del que nos habla el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mc 1,40-45). No puede imaginarse una situación más triste que la suya. Parece imposible que a un mismo ser humano le pasen tantos infortunios, todos tan graves e irremediables. Y lo extraordinario es que aunque le sucedieron, aunque perdió cuanto un ser humano puede considerar vital para su existencia, no lo perdió todo. No perdió la esperanza. No permitió que la adversidad extinguiera en él la luz del fondo de su corazón, un rincón en el que podía refugiarse del horror de su realidad y soñarse de nuevo sano, liberado de la lepra que lo carcomía, reconstruido en su integridad, reincorporado a su gente, devuelto a la vida. Soñaba y esperaba este leproso, ¿qué cosa?, que lo imposible se hiciera posible, que sucediera un milagro. Y un día su espera terminó. Desde su exilio alcanzó a ver a lo lejos a Jesús. Sin duda había escuchado hablar de Él, de las curaciones y milagros portentosos que realizaba. ¡Qué oportunidad! ¡No podía dejarla perder! Sabía bien que tenía prohibidísimo acercarse a cualquier persona pero decidió arriesgarse. Quizá esperó a tener a Jesús lo más cerca posible y en un momento dado salió corriendo a Su encuentro. Y se le aproximó “para suplicarle de rodillas: ‘Si Tú quieres, puedes curarme’...” (Mc 1,40). ¡Qué mundo de confianza hay en esta petición! Tenemos aquí a un hombre verdaderamente desesperado que se encuentra ante su única posibilidad de sanación, y no grita, no exige, no zarandea a Jesús, no le narra la larga lista de sus desgracias, no pretende chantajearlo ni comprarlo, nada de eso. Se postra ante Él y simplemente le dice, no ‘tienes que’, no ‘deberías’, tampoco ‘si puedes’, sino ‘si quieres’, es decir, sé que puedes, sé que tienes el poder de sanarme y te pido que lo hagas, pero sé también que lo harás sólo si es lo mejor para mí, y por eso me arrodillo ante Ti y espero confiado Tu respuesta. ¡Qué notable fe en la voluntad santa y buena del Señor! Qué distinto a como reaccionamos nosotros cuando nos suceden dificultades, cuando estamos sumidos en problemas y nos desesperamos y le exigimos al Señor que nos saque de ellos más rápido que pronto y si no, nos enojamos, nos ‘sentimos’, empezamos a pensar que no nos quiere, que no le importamos, que goza poniéndonos tropiezos en el camino, que nos castiga. Este hombre que lo perdió todo lo pide todo pero con una fe serena, humilde, sin pretensiones. Y es escuchado por Aquel que jamás desoye una súplica que sale de lo más hondo del alma. Dice el Evangelio que “Jesús se compadeció de él” (Mc 1,41), lo cual no significa que sintió lástima sino que padeció con él, que hizo Suyos sus sufrimientos y reaccionó como sólo sabe reaccionar movido por Su misericordia: “Extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: ‘Sí quiero: Sana!’...” (Mc 1,41). La descripción trae resonancias del Antiguo Testamento que habla de que Dios liberó a Su pueblo con “mano poderosa y brazo extendido” (ver Ex 15,11-12; Sal 136,12; 138,7), y es que aquí también el poder divino, la ‘mano extendida’ del Señor libera a este hombre de su lepra. Cabe hacer notar que Jesús hace lo impensable: tocar a un leproso, porque no teme mancharse, contagiarse, quedar ‘impuro’. Aquel que quiso compartir nuestra naturaleza humana no siente repugnancia de nosotros, todo lo contrario, se hizo cercano para poder tocarnos, abrazarnos, limpiarnos, sanarnos. Dice el texto que al hombre aquel “inmediatamente se le quitó la lepra” (Mc 1,42). ¿Puedes imaginar lo que sintió? ¡Le ocurrió lo inconcebible!, ¡todo le había sido arrebatado y de pronto todo le fue devuelto!, ya podía regresar a su casa, ser acogido por los suyos, readmitido en su comunidad, recuperar su vida. Contemplémoslo alejándose desbordando una felicidad que en adelante compartirá con todo el mundo, y dejemos que su experiencia nos estremezca el corazón y nos anime a postrarnos también ante el Señor, serenos y confiados, para escucharlo decir: “¡Sí quiero: Sana!”, sentir Su mano en nuestras llagas y quedar restaurados con Su amorosa intervención.