Santo Domingo de Guzmán: la oración, alimento de la fe y del testimonio cristiano

Hoy celebramos la memoria de santo Domingo de Guzmán, sacerdote y fundador de la Orden de Predicadores, llamados dominicos. Domingo nació en España, en torno al año 1170. Pertenecía a una noble familia. Estudió en Palencia, donde se distinguió por el interés en el estudio de la Sagrada Escritura y por el amor a los pobres, hasta el punto de vender sus libros para socorrer a las víctimas de una carestía.

Ordenado sacerdote, fue elegido canónigo del cabildo de la catedral en su diócesis de origen, Osma, que siglos después sería sede episcopal del beato Juan de Palafox. El obispo de Osma, Diego, le invitó a ayudarle en unas misiones diplomáticas que el rey de Castilla le había encomendado al norte de Europa. Durante este viaje, Domingo se dio cuenta de dos enormes desafíos que debía afrontar la Iglesia de su tiempo: la existencia de pueblos aún sin evangelizar y el daño a la fe y los desordenes que estaban causando en el sur de Francia algunos grupos de herejes.

Habiendo planteado el asunto al Papa, y siguiendo sus indicaciones, Domingo se dedicó a la predicación a los albigenses, un grupo hereje que sostenía la existencia de dos principios creadores igualmente poderosos, el Bien y el Mal, y que despreciaba la materia y el matrimonio por considerar que procedían del principio del mal. También negaban la encarnación de Cristo, los sacramentos y la resurrección de los cuerpos.

Pronto, algunos hombres decidieron unirse a Domingo, naciendo así la Orden de Predicadores que, por obediencia a las directrices de los papas de su tiempo, Inocencio III y Honorio III, adoptó la antigua Regla de san Agustín, adaptándola a las exigencias de la vida apostólica. Los dominicos, luego de ir a predicar de un lugar a otro, volvían a sus propios conventos, para dedicarse al estudio, la oración y la vida comunitaria.

Santo Domingo, de quien su sucesor, el beato Jordán de Sajonia, afirmaba que, “como amaba a todos, todos lo amaban”, procuró que sus seguidores adquirieran una sólida formación teológica. Para ello, los envió a las universidades de la época, cuidando que recibieran sobretodo un amplio conocimiento de la Sagrada Escritura, a fin de que fueran capaces de responder a las preguntas planteadas por la razón.

Cuando Domingo murió, en 1221, en Bolonia, la ciudad que lo declaró su patrono, la Orden de Predicadores, con el apoyo de la Santa Sede, se había difundido en muchos países de Europa. Con su enseñanza y su testimonio, este gran santo nos muestra dos medios indispensables para que la acción apostólica sea eficaz: la devoción mariana, que dejó como herencia a sus hijos espirituales, quienes han tenido el gran mérito de difundir el santo rosario, y el valorar y pedir la oración de intercesión de las religiosas contemplativas.

Santo Domingo, que dedicaba el día al prójimo y la noche la entregaba a Dios en la oración, “nos recuerda que en el origen del testimonio de la fe, que todo cristiano debe dar en la familia, en el trabajo, en el compromiso social y también en los momentos de distensión, está la oración, el contacto personal con Dios. Sólo esta relación real con Dios nos da la fuerza para vivir intensamente cada acontecimiento, especialmente los momentos de mayor sufrimiento” (cfr. Benedicto XVI, Audiencia del 8 de agosto de 2012).

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