Santa Edith Stein: la filósofa atea que se dejó encontrar por Dios

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

En este año de la Fe, celebramos hoy la memoria de santa Edith Stein, filósofa atea que, al buscar la verdad, recibió la luz de la fe, “que ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia” (Lumen Fidei, n. 34).

Edith nació en Alemania en 1891 en una familia judía. Al morir su padre, la madre, una mujer admirable, se hizo cargo de sus 11 hijos y de la administración de la gran hacienda familiar. Pero a pesar de su esmero por educar en la religión judía a sus hijos, la más pequeña, Edith, perdió la fe en Dios.

Feminista radical, Edith decidió abandonar esa postura “para buscar soluciones puramente objetivas”, como ella misma afirma. A esto la condujo el retorno al objetivismo planteado por su maestro Edmund Husserl, fundador de la fenomenología, quien reconociendo a Edith como la alumna más aventajada que había tenido, la eligió como asistente de cátedra en la Universidad de Freiburg. Durante sus años de estudio, Edith pudo tratar al filósofo Max Scheler, cuyo pensamiento la acercó al catolicismo.

Al estallar la primera guerra mundial Edith tuvo que poner pausa a sus estudios. Hizo un curso de enfermería y prestó servicio en un hospital militar, donde atendía a enfermos de tifus. Más tarde retomó sus estudios hasta obtener el doctorado en filosofía con los máximos honores.

Por aquel tiempo dos experiencias la marcarían profundamente: ver a una aldeana entrar a rezar en la Catedral de Frankfurt, algo nuevo para ella, acostumbrada a que en las sinagogas y en las iglesias protestantes los creyentes acuden sólo a las funciones religiosas; y una conversación con la viuda de su amigo Adolf Reinach, convertida al catolicismo. “Fue mi primer encuentro con la cruz y con la fuerza divina que transmite a sus portadores –escribió– Fue el momento en que se desmoronó mi irreligiosidad y brilló Cristo”.

Entonces leyó el Nuevo Testamento, a Kierkegaard, los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola y la autobiografía de santa Teresa de Jesús. “Cuando cerré el libro –escribió–, me dije: esta es la verdad”. Entonces comprendió: “mi anhelo por la verdad era ya una oración".

En 1922 se bautizó. Y aunque pensó hacerse religiosa carmelita, atendiendo a la orientación de sus consejeros espirituales, ingresó como catedrática en el Instituto para maestros del Convento dominico de Espira e hizo muchos viajes para dar conferencias, particularmente sobre temas femeninos, buscando llevar al mundo “una razón divina para vivir”.

Tradujo los escritos del período precatólico del beato John Henry Newman, presbítero anglicano convertido al catolicismo, y una obra de santo Tomás de Aquino sobre la verdad. Además escribió una serie de obras científicas. En 1932 le fue asignada una cátedra en el Instituto de Pedagogía científica de Münster, donde ayudaba a sus alumnos a unir ciencia y fe, con esta consigna: “Quien viene a mí, deseo conducirlo a Él”.

Finalmente, a los 42 años de edad, ingresó al monasterio de las Carmelitas de Colonia, tomando el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz. Cuatro años después, el día que renovaba votos, murió su madre, quien había permanecido fiel a su religión judía. “Puesto que su fe y su firme confianza en su Dios... fue lo último que permaneció vivo en su agonía –escribió Edith–, confío en que haya encontrado un juez muy clemente y que ahora sea mi más fiel abogada, para que también yo pueda llegar a la meta".

En 1938 el odio nazi contra los judíos empeoró. Para proteger a Edith, la superiora la envió al monasterio de Holanda, donde se dedicó a enseñar latín a las postulantes y a escribir su obra “La Finitud y el Ser”, hasta que, como venganza a la protesta de los obispos católicos de los Países Bajos por las deportaciones de los judíos, los nazis ordenaron el exterminio de los judíos bautizados católicos. Edith y su hermana Rosa, que se había bautizado y prestaba servicio en las Carmelitas, fueron detenidas. “Ruego al Señor que acepte mi vida y muerte –escribió Edith– de manera que el Señor sea reconocido por los suyos y que su Reino venga con toda su magnificencia para la salvación de Alemania y la paz del mundo...”.

Muchos testigos cuentan que durante los días de injusta prisión en los campos de concentración, Edith, siempre serena, consolaba a las otras prisioneras y las ayudaba en el cuidado de sus hijos, hasta que fue asesinada en la cámara de gas de Auschwitz el 9 de agosto de 1942. Esta gran mujer, proclamada santa en 1998 por el beato Juan Pablo II, nos enseña a buscar la verdad y a comprender que lo realmente importante es el amor. “Nuestro amor al prójimo es la medida de nuestro amor a Dios”, escribió. Y afirmaba: “Para los cristianos… ninguno es extranjero; el amor de Cristo no conoce fronteras”. Con su ejemplo, santa Edith nos demuestra que es posible permanecer fiel a Dios y al prójimo, aún en el dolor y la adversidad (cfr. Juan Pablo II, Homilía 11 de octubre de 1998).

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