Solemnidad de la Asunción de la Virgen María

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

“Ha hecho cosas grandes en mí el que todo lo puede” (cfr. Lc 1,39-56)

Admirados, contemplamos hoy, llenos de esperanza, cómo Dios eleva a la gloria en cuerpo y alma a una de nosotros; su Madre Santísima[1] ¡Al término de su vida terrena María es llevada al Cielo![2] Entra en el palacio real[3], gracias a Cristo, que resucitó como primicia de todos los muertos[4]. Meditando en este misterio, san Juan Damasceno escribió: “…Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda criatura…”[5].

Hoy veneramos a aquella joven hija de Israel a quien el ángel, en la Anunciación, saludó como “llena de gracia”[6], ya que, en atención a los méritos de Jesús, fue concebida y preservada de todo pecado[7]. María, dando su consentimiento se convirtió en Madre de Dios[8], permaneciendo siempre Virgen. Los “hermanos y hermanas de Jesús”, que se mencionan en Mc 3,31, eran parientes próximos, como lo vemos desde el Antiguo Testamento, donde en Génesis 13,8, Abraham dice a Lot “…somos hermanos”, cuando en realidad en Génesis 12,5 se menciona que Lot era hijo del hermano de Abraham.

La poderosa intercesión de María se hace evidente en las bodas de Caná[9]. Por eso, muy pronto recibió el fervor del pueblo cristiano[10], sobretodo a partir del Concilio de Éfeso, cumpliéndose así lo anunciado en el Evangelio: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en mí cosas grandes el que todo lo puede”[11]. El culto que los cristianos ofrecemos a María no es adoración, que es exclusiva de Dios, sino una alta veneración llamada “Hiperdulía”, por la cual, ante todo, glorificamos a Dios, que la ha creado, salvado y santificado, y, honrando a la Madre, buscamos conocer, amar y seguir a su Hijo[12].

“…en la Asunción de María –comenta Benedicto XVI– contemplamos lo que estamos llamados a alcanzar en el seguimiento de Cristo… la Madre de Dios nos invita a mirar el modo como ella recorrió su camino hacia la meta”[13]. ¿Cómo lo hizo? Creyendo en Dios y confiando en Él, guardando y haciendo vida su Palabra, proclamando su grandeza en la oración y poniéndose a su disposición. Así, por obra del Espíritu Santo concibió a Jesús, y como fruto de este encuentro, se encaminó presurosa a servir, porque, como decía san Ambrosio, "la gracia del Espíritu Santo no admite lentitud”[14].

Si queremos llegar como Ella a la meta de la dicha sin final, es preciso imitarla, meditando y haciendo vida la Palabra de Dios, recibiendo a Jesús en los sacramentos –sobre todo en la Eucaristía- y conversando con Él en la oración, para así recibir su Espíritu y encaminarnos presurosos a servir a la familia y la gente que nos rodea, particularmente a los que más nos necesitan. Hay algunos que cuando se trata de servir se encaminan a paso de caracol ¡No los imitemos! Porque los caracoles, además de lentos, son conchudos y babosos.

¡Ánimo! Sigamos adelante, consientes que, aunque el mal nos haga la guerra, desde el Cielo, María es la estrella que nos guía hacia su Hijo Jesús[15]. Por eso, con san Bernardo, la invocamos así: “Te rogamos, bienaventurada Virgen María… por la Misericordia que tú diste a luz… que… por tu intercesión nos haga partícipes de sus gracias… y gloria eterna... Amén”[16].

[1] Cfr. PÍO XII, Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, 1950.

[2] Cfr. Aclamación.

[3] Cfr. Sal 44.

[4] Cfr. 2ª Lectura: Cor 15, 20-27.

[5] Encomium in Dormitionem Dei Genetricis semperque Virginis Mariae, hom. II, 14.

[6] Lc 1,28.

[7] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 491, 492, 508.

[8] Cfr. Lc 1,37-38; Jn 2,1; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 494, 495, 509.

[9] Cfr. Jn 2,1-12.

[10] Como puede apreciarse en el Protoevangelio de Santiago, un apócrifo del siglo II.

[11] Lc 1,48.

[12] Cfr. Lumen gentium, n. 66.

[13] Homilía en la Solemnidad de la Asunción de la Virgen, 15 de agosto de 2009.

[14] En TOMÁS DE AQUINO, Catena Aurea, n. 9139.

[15] 1ª Lectura; Ap 11,19; 12,1-6. 10.

[16] Sermo 2 de Adventu, n. 5.

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