Homilía en la solemnidad de la Asunción de la Virgen María y CC aniversario de la Catedral

de Norberto Rivera Carrera
Arzobispo Primado de México

Muy queridos hermanos en el episcopado, excelentísimos señores embajadores, autoridades civiles del Gobierno Federal y del Distrito Federal, señores presbíteros y diáconos, queridos hermanos de las diversas iglesias cristianas y representantes del Consejo Ecuménico, queridas hermanas de la vida consagrada y muy amado pueblo de Dios.

“Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones” (Lc 1,48). Con esa exclamación que acabamos de escuchar en el himno del Magnificat, la misma Madre de Dios, inspirada por el Espíritu Santo, profetiza las alabanzas que, desde el inicio de la Iglesia y por todas las generaciones, le rendimos hasta el fin de los tiempos. Y a cumplir esa profecía, que es un mandato del Espíritu Santo, hemos venido aquí, ha contemplar el triunfo de María que asciende gloriosa en cuerpo y alma a los cielos; a tributar alabanza a la mujer vestida de sol que, con su fe inquebrantable y su amor invencible, derrota la fuerza descomunal del dragón, el enemigo que no deja de asechar a la Iglesia, pero que al final será derrotado. Porque lo que vence no es la fuerza, no es la violencia, sino el amor.

Sí, gloriosa y excelsa Madre de Dios, todas las generaciones te han llamado y te llamarán dichosa, dichosa tú porque has creído, porque la fe te ha llevado a exclamar: “Soy la esclava del Señor” (Lc 1,37), y desde entonces te entregaste sin condiciones a la voluntad de tu Creador; entendiste que la vida no es vida sin Dios, que la vida es auténtica cuando se da ese sometimiento total y amoroso al Amado, y el amor te hizo fecunda bajo la sombra del Espíritu Santo, y de tu carne inmaculada nos nació el Verbo Eterno de Dios.

Eres dichosa porque nada quisiste para ti. Comprendiste que no es dicha llenarse de uno mismo, sino vaciarse para colmarse de Dios, y Dios te inundó, Dios te sobrepasó. Eres dichosa porque creíste sin comprender, sólo con la certeza de que Él es siempre fiel. Eres dichosa porque supiste esperar, con esa espera silenciosa y contemplativa que hace fecundo al desierto. Eres dichosa porque supiste amar, amar con ternura y sin reservas, amar con alegría y compasión, amar también en la oscuridad, la soledad y el dolor.

Fuiste compañera inseparable de tu Hijo, presente en las bodas de Caná, y en el dolor del Calvario, donde recibiste la misteriosa maternidad de la humanidad: “Ahí está tu hijo” (jn 19,26), te dijo el Crucificado, y desde entonces ya no sufrimos orfandad. Presente en el Cenáculo, descendió sobre ti el Espíritu Santo, y te volviste la “Estrella de la evangelización” que nos guía en la noche de la historia al encuentro del “Sol” que nace de lo alto, Jesucristo, nuestro Dios y Señor.

“Dichosa tú que has creído –te dijo Isabel–, porque se te cumplirá lo prometido por el Señor” (Lc 1,45). Es verdad, madre piadosa, ¡cuánta alegría se encuentra en la fe! Saber que somos amados, que en la vida somos acompañados y sostenidos, que nunca estamos solos, que somos aceptados y valiosos para Dios que nos dice, ‘mira te llevo tatuado, como un sello en el brazo, al verte mis entrañas se conmueven’. Se haya alegría en saber que somos perdonados, que no hay pecado sin remisión, que la deuda se cancela cuando duele nuestra fragilidad y nace el arrepentimiento. Hay alegría en sabernos redimidos, en escuchar a Dios que nos dice: ‘¡No morirás jamás!’

Dios que es fiel, cumple su promesa, y absortos te contemplamos cómo eres elevada a los Cielos en cuerpo y alma. Si, tu sagrado cuerpo es glorificado porque, ¡en el cielo hay un lugar para el cuerpo! Cristo abrió esa posibilidad con su Resurrección y tú nos abres el horizonte de nuestro futuro: si permanecemos fieles, si creemos en la fuerza del amor que vence toda violencia y maldad, estamos ciertos que también resucitaremos con Él, de que seremos glorificados y entraremos a donde tú ya vives, en esa gloria de luz y de paz, en esa dicha inmensa de contemplar para siempre el rostro de Dios.

Pero antes de subir también nosotros al Cielo, en tu bello rostro glorificado, ¡oh María!, podemos ver mejor el rostro de Dios, su bondad, su misericordia, su amor entrañable. A través de tu hermosura, nos asomamos al abismo de su luz divina; así te presenta el libro del Apocalipsis: la mujer vestida de sol, es decir de Dios, rodeada y penetrada por su luz, coronada por doce estrellas que son las doce tribus de Israel, que a su vez representan la comunión de los santos, todo el pueblo de Dios; a tus pies está la luna, imagen de la mortalidad, pero tú estás sobré ella, porque superaste la muerte, estás totalmente revestida de vida, y eres elevada en cuerpo y alma a la gloria de Dios, por eso esta es la fiesta de la alegría, es la fiesta que inflama nuestra esperanza, porque Dios vence, porque la fe es la verdadera fuerza del mundo.

“Como todo sediento corre a la fuente, así toda el alma corre a ti, fuente de amor; y como cada hombre aspira a vivir, a ver la luz que no tramonta, así cada cristiano suspira por entrar en la luz de la Santísima Trinidad, donde tú ya has entrado” (San Germán, Obispo de Cosntantinopla, S. VIII).

Esta espléndida y majestuosa Catedral, ¡oh Madre excelsa!, se construyó a lo largo de casi tres siglos, para dar gloria a Dios, dando honor a su Madre; así lo dispuso en 1536 mi venerable antecesor fray Juan de Zumárraga, que esta cátedra del Arzobispo de México estuviera bajo la protección de María Santísima, asunta a los Cielos; y tu pueblo se entusiasmó, y dio inicio esta labor casi imposible por las condiciones lacustres del suelo, pero como nada es imposible para quien tiene fe, lenta pero tenazmente se fue levantando este magnífico y hermoso templo, figura de la futura Jerusalén, imagen del templo vivo de Dios que es la Iglesia que peregrina en esta metrópoli de México.

Hoy, en esta solemnidad de tu Asunción a los Cielos, queremos dar gracias a Dios por los 200 años de la terminación de la construcción de nuestra Catedral Metropolitana, esta edificación que se eleva desafiante y hermosa, que es testimonio vivo de la fe de la iglesia que te ama, de tu pueblo que cumpliendo el mandato del Espíritu Santo, no cesa de cantar tus alabanzas, que sabe que al honrarte a ti, da gloria al Padre, de quien eres hija; al Hijo de quien eres madre, y al Espíritu Santo de quien eres esposa. Estos muros y bóvedas que nos acogen solemnes, estas expresiones del espíritu humano que llamamos artes, este derroche de colores, figuras y formas, que toman el desafío de llevarnos a Dios a través de la materia, son, Madre Santísima, la expresión de la fe de tu pueblo, la manifestación de su esperanza y la expresión piadosa de su amor.

“Me llamaran dichosa todas las generaciones”, profetizaste estremecida de gozo en tu himno de alegría, y esta Catedral es testimonio del culto ininterrumpido que, por casi cinco siglos, te hemos tributado. Hoy, aquí está la Iglesia para proclamar contigo el Magnificat, porque Dios ha hecho cosas grandes en ti y porque su misericordia ha llegado hasta nosotros de generación en generación.

¡Oh excelsa Madre de Dios!, bajo tu cuidado materno ponemos y consagramos nuestra ciudad, no permitas que nos perdamos, que nada nos arranque del amor a tu Hijo, que nadie arrebate la fe para que no perdamos la alegría de vivir, la esperanza de saber que un día estaremos contigo, en la gloria de Dios, en la comunión de los santos, que a una voz te diremos: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre Jesús”.

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