Panel en la apertura del ciclo escolar en la Universidad Pontificia de México

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

RESEÑA DE LA INAUGURACIÓN DEL CURSO 2013-2014 UPM

México D. F. A 16 de agosto de 2013

La Universidad Pontificia de México realizó su ceremonia de apertura de curso 2013-2014, iniciando con la Celebración Eucarística presidida su por Gran Canciller, el Emmo. Sr. Cardenal Norberto Rivera, Arzobispo de México, su Rector el Pbro. Dr. Mario Ángel Flores Ramos y algunos miembros de su claustro académico.

En el mismo acto el Rector presentó su informe de actividades, en el que se destacó el aumento significativo de la matrícula para el presente ciclo electivo. Además se dieron a conocer algunos proyectos hechos realidad, como la creación de la Vicerrectoría de Desarrollo Institucional encabezada por el Pbro. Lic. Samuel Silva Floriano de la diósesis de Aguscalientes y la primera sociedad de exalumnos de la Universidad Pontificia de México delegación Guadalajara; integrada por obispos auxiliares, directores de la UNIVA, formadores y sacerdotes en servicios claves de su diócesis, algunos de ellos presentes en el acto.

Como parte de la renovación académica de la Universidad, se dieron tres nombramientos de profesores estables extraordianarios y tres nuevos profesores de tiempo completo.

Para cerrar la ceremonia se contó con la disertación magistral: Comentario a la primera encíclica del papa Francisco “Lumen Fidei”, por parte del Pbro. Dr. Julian López Amozurrutia, Rector del Seminario Conciliar de México y de S.E. Mons. Eugenio Andrés Lira Rugarcía, Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la Conferencia del Episcopado Mexicano.


PANEL EN LA APERTURA DEL CICLO ESCOLAR EN LA UNIVERSIDAD PONTIFIA DE MÉXICO

S.E. MONS. EUGENIO LIRA RUGARCÍA

OBISPO AUXILIAR DE PUEBLA Y SECRETARIO GENERAL DE LA CEM

Señor Rector, maestros y alumnos de esta querida Universidad Pontificia de México. Señoras y señores.

Es para mí un honor compartir con ustedes algunas reflexiones sobre la primera encíclica del Papa Francisco (1936- ), quien ha asumido con gratitud el trabajo prácticamente completado por su predecesor Benedicto XVI (1927- ), al que ha añadido algunas aportaciones (cfr. n. 7).

Este documento, publicado en el Año de la Fe al celebrarse el quincuagésimo aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II y los veinte años del Catecismo de la Iglesia Católica, responde a la misión que el Señor ha confiado a Pedro y a sus sucesores: confirmar en la fe a sus hermanos. Esa fe que junto con la esperanza y la caridad “constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la plena comunión con Dios” (n. 7), como señala el Obispo de Roma.

Mi participación, que he titulado “Actualidad de la encíclica La luz de la fe”, se desarrollará en cinco puntos. El primero será una aproximación a la cuestión de si resulta actual hablar de la fe. En el segundo trataré de demostrar cómo la fe es la respuesta al deseo profundo y universal de felicidad. El tercero será un esbozo de las consecuencias de ver sólo fragmentos aislados de un todo desconocido. En el cuarto intentaré probar que la fe no es una luz ilusoria. Y en el quinto expondré cómo la fe contribuye eficazmente a la edificación de la sociedad.

1. ¿Es actual hablar de la fe?

Ante un mundo asombrado por el vertiginoso avance científico y tecnológico que ha ido rompiendo paradigmas que se creían “inmutables”, consolidando en algunos la idea de que la razón humana se basta a sí misma y que todo es relativo; frente a una sociedad que al constatar el vasto pluralismo religioso ha llegado a optar por una actitud escéptica o por fabricar sincretismos diversos; de cara a quienes decepcionados por los errores y abusos cometidos en nombre de lo divino, y escandalizados por la experiencia del mal y del dolor rechazan la religión; contemplando a una sociedad cuya preocupación prioritaria parece enfocada en el bienestar material, situando su interés en lo “útil”, inmediato y placentero, y que incluso, para ampliar su sensación de poder, se refugia en la irracionalidad de lo mágico, quizá nos preguntemos: ¿es significativo hablar de la fe? ¿Tiene alguna importancia?

Una mirada superficial podría llevarnos a responder que no. Sin embargo, si vemos con profundidad, nos daremos cuenta cómo el anhelo religioso permanece inalterable. La gente sigue congregándose para escuchar las enseñanzas de sus escritos sagrados, orar y celebrar su fe. Millones peregrinan a lugares sagrados y se desplazan para acudir a congresos y encuentros, como dan testimonio los medios de comunicación y las redes sociales, que brindan amplios espacios a temas religiosos. Incluso, Fernando Savater (1947- ) reconoce con preocupación que la religión “hoy se convierte en un motor social”[1]. Por todo esto, constatamos que hablar de la fe sigue siendo un tema actual.

2. La fe, respuesta al deseo más profundo y universal: la felicidad

En este contexto, el Obispo de Roma nos ofrece su primera encíclica “La Luz de la Fe”, que es una respuesta orientadora ante una necesidad real y concreta; el anhelo humano más profundo y universal: el deseo de felicidad. De una felicidad total, que jamás termine.

Así lo constataba Lucio Séneca (4 a.C.-65 d.C.): “Todos… quieren vivir felices –escribe–. Pero buscando lo que hace feliz la vida, van a tientas, y no es fácil conseguirla... Hay que determinar… primero lo que apetecemos; luego se ha de considerar por dónde podemos avanzar a ello más rápidamente. Entonces veremos por el camino, siempre que sea el bueno, cuánto se adelanta cada día y cuánto nos acercamos a aquello que nos impulsa un deseo natural”[2].

En efecto, sólo adelantamos cuando conocemos el camino y lo seguimos. Por eso, el Santo Padre nos recuerda que la fe, “aporta la visión completa de todo el recorrido y nos permite situamos en el gran proyecto de Dios; sin esa visión –dice– tendríamos solamente fragmentos aislados de un todo desconocido” (n. 29). ¿Qué sucede cuando sólo vemos fragmentos aislados de un todo desconocido? Que no sabemos situarnos, no sabemos a dónde dirigirnos ni cómo llegar.

3. Cuando sólo vemos fragmentos aislados de un todo desconocido

No cabe duda que este mundo es bello y la vida una aventura maravillosa. Sin embargo, la experiencia enseña que las alegrías en esta tierra, como escribe Cervantes (1547-1616), “por mucho que duren, habrán de acabar”[3]. Así lo vemos a cada paso: vamos al partido de nuestro equipo favorito, que se alza con una rotunda victoria ¡Salimos felices del estadio!... Y al llegar al coche, nos han robado las llantas... Así de efímeras son las glorias de este mundo. Además, este estupendo paisaje terreno frecuentemente se ve ensombrecido por las nubes del sufrimiento, que parece “casi inseparable de la existencia terrena del hombre”[4], como decía Juan Pablo II (1920-2005).

Por eso, san Agustín (354-430), citando el Libro de Job, escribe: “¿Qué lugar intermedio hay… en el que la vida humana no sea una lucha?... ¿Acaso no está el hombre en la tierra cumpliendo sin interrupción un servicio militar?”[5]

Finalmente, luego de este “servicio militar”, terminamos topándonos con el mayor de los límites: la muerte, cierta, inevitable y única. “Todos estamos sujetos a la muerte –decía Sancho Panza–… y, cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va de prisa, y no la habrán de detener ni ruegos, ni fuerzas, ni cetros, ni mitras… no hay que fiar en la… muerte, la cual llama por igual a jóvenes y a viejos”[6].

Cuenta un chiste que un hombre estaba en su casa, cuando de pronto sonó el teléfono. “Señor Gómez, habla la muerte. Le aviso que hoy a las once de la noche voy por usted. Que tenga buen día”. El hombre corre a contarle a su esposa lo sucedido. “¡Eso no puede pasarte! –comenta ella– Eres joven, deportista y tenemos muchos planes ¡Vamos a engañar a la muerte!”. Y tomando una máquina de afeitar lo rapa. Luego le pone unas almohadas para que luzca gordo, y le indica: “Vete al bar. La muerte no te encontrará ahí”. Pero estando en el bar ¡aparece la muerte! “Señor Gómez –dice– pase al frente”. Nadie contesta. “Señor Gómez ¡al frente!” repite. Y al no obtener respuesta, concluye: “Bien, si el señor Gómez no aparece, entonces me llevo al pelón regordete que está ahí detrás”.

Ante la compleja realidad de una vida plagada de alegrías efímeras, de sufrimientos frecuentes, y que se encamina a la muerte, los que no tiene fe pueden reaccionar como Jean Paul Sartre (1905-1980), que hace decir al personaje central de “La Náusea”: “la contingencia... es lo absoluto... Cuando uno llega a comprenderlo, se le revuelve el estómago... eso es la náusea”[7]. Por su parte, Hermann Hesse (1887-1962) afirmaba: “Vivir es estar solo. Ningún hombre conoce al otro, cada uno está solo”[8].

Sin embargo, tanto la lógica de la razón como la del corazón nos dicen que no estamos solos, que todo debe tener sentido, y que la vida no puede terminar en el vacío de la nada. Esta intuición se convierte en certeza con el don divino de la fe, que Dios nos comunica a través de la Iglesia.

La fe es adhesión a una Persona: Dios, quien en Cristo se ha comunicado plenamente con nosotros y está con nosotros, descubriéndonos que todo tiene sentido y que nos aguarda una meta tan grande que hace que valga la pena el esfuerzo del camino. “La Fe –explica la carta a los Hebreos– es la certeza de lo que se espera y la evidencia de lo que no se ve” (11,1).

4. La fe ¿una luz ilusoria?

Con esta convicción, el Obispo de Roma aborda el cuestionamiento de quienes piensan que la fe no sirve ya para los tiempos nuevos, en los que la razón humana parece resolver todas las cosas. Como ejemplo de esta perspectiva, cita unas palabras de Federico Nietzsche (1844-1900) a su hermana Elisabeth: “si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga” (n. 2).

Como Nietzsche, otros han concebido la fe como un espejismo irracional que nos impide avanzar con libertad hacia el futuro. Piensan que surge donde la razón no puede llegar. Que, aunque ofrezca un consuelo privado, no puede proponerse como luz objetiva y común para alumbrar el camino (cfr. n. 3).

Thomas Hobbes (1588-1679) decía que la ignorancia lleva a creer en “algún poder o agente invisible”[9]. Por eso, Auguste Comte (1798-1857) sentenciaba que la mente humana, ante la imposibilidad de conocer el origen y el destino del universo, debía limitarse al descubrimiento, “por medio de la razón y la observación combinadas, de las leyes que gobiernan la secuencia y la semejanza de los fenómenos”[10].

Sigmund Freud (1856-1939) exclamaría con ironía: “Nos decimos que sería muy bello que hubiera un dios creador del mundo… y una vida de ultratumba; pero encontramos harto singular que todo esto suceda así tan a medida de nuestros deseos”[11]. Por su parte, Carlos Marx (1818–1883) propondría: “tras la superación del más allá de la verdad, la tarea de la historia es establecer la verdad del más acá”[12].

Sin embargo, como constata el Papa, “poco a poco se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro… el hombre (que) ha renunciado a la búsqueda de una luz grande… se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino” (n. 3). “Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo” (n. 4).

La fe nos permite conocer la realidad, tener seguridad y construir. “Todos… desean saber”[13], exclamaba Aristóteles (384-322 a.C.). Y esto, porque somos conscientes de que de eso depende el comprendernos a nosotros mismos y a los demás, saber cómo relacionarnos adecuadamente con todo, y cómo dirigirnos hacia nuestra plena y definitiva realización. Sin la verdad, explica el Papa, “no se puede subsistir, no se va adelante” (n. 24).

La realidad es lo que es “lo que es”[14], decía san Agustín. Conocer la verdad es captar el ser de ese algo, como enseña santo Tomás de Aquino (1224-1274)[15]. Para conocer la totalidad de lo real y no sólo su dimensión material y temporal, Dios ofrece a nuestra inteligencia el don de la fe. “La fe y la razón –decía Juan Pablo II– son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”[16].

La fe ayuda a la razón a conocer la realidad completa y su significado profundo, y la razón ayuda a la fe a comprender mejor lo que cree[17]. Quien entiende esto, descubre que no hay conflicto entre fe y razón, ni entre ciencia y religión, ya que, atendiendo a su objeto y aplicando sus métodos propios se complementan.

Así lo reconoce el científico Francis S. Collins (1950- ) quien dirigió el Proyecto Internacional Genoma Humano: “los principios de la fe son… complementarios a los principios de la ciencia –escribe– … no existe ningún conflicto entre ser un científico riguroso y una persona que cree en un Dios que tiene un interés particular en cada uno de nosotros”[18].

Collins, que al iniciar su doctorado en físico-química se había declarado ateo, cambió radicalmente cuando profundizó en el ADN, la ley natural, el impulso altruista y la seguridad y la paz que la fe da a los enfermos[19]. Entonces llegó a esta conclusión: “La fe en Dios ahora parecía más racional que no creer”[20]. Y consciente de que las herramientas de la ciencia no son suficientes para conocer a Dios, exclamó: “la decisión final (tiene) que estar basada en la fe”[21].

La fe, como explica el Papa, ilumina los interrogantes de nuestro tiempo. Ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia. Proporciona tal seguridad que, en lugar de hacernos intolerantes, posibilita el testimonio y el diálogo con todos (cfr. n. 34). Ilumina el camino de los que buscan a Dios. Favorece el diálogo con los seguidores de las diversas religiones. Y es vía para los que, aunque no crean, desean creer y no dejan de buscar (cfr. n. 35).

El Santo Padre señala que la fe, procediendo del pasado, la memoria fundante de la vida de Jesús –en cuya muerte y resurrección el amor de Dios se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte–, nos abre al futuro llevándonos hacia la más amplia comunión (cfr. n. 5).

La fe, que nace del encuentro con Cristo, Palabra que se comunica en la historia, es transmitida por la Iglesia mediante la tradición apostólica, los sacramentos (cfr. n. 41-44), la oración del Señor, el Padrenuestro, y el decálogo, cuyos preceptos “hacen salir del desierto del «yo» cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios, dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia” (n. 46).

5. La eficacia de la fe en la construcción de la sociedad

Por eso la fe ilumina también las relaciones humanas, poniéndose al servicio de la justicia, del derecho y de la paz. “Su luz –comenta Francisco– no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza…” (n. 51).

El Papa afirma que la historia da cuenta de cómo la fe ha ayudado a descubrir la dignidad humana (cfr. n. 54). Así lo demuestran, entre otros, Fray Antonio de Montesinos (1475-1540), Fray Bartolomé de las Casas (1474-1566), Francisco de Vitoria (ca. 1483-1546) y Fray Julián Garcés (1452-1542), quienes basándose en el derecho natural a la luz del pensamiento cristiano, defendieron a los indígenas, impulsando así la creación de las Leyes de Burgos (1512), las Leyes Nuevas (1542) y las Ordenanzas Generales sobre las Indias (1573), que, aunque no se aplicaron del todo, a decir de Joseph Hoffner (1906-1987), dispusieron “medidas de protección que en Occidente no llegaron a implantarse hasta entrado el siglo XIX”[22].

Walter Kasper (1933- ), en su libro “La misericordia”, recomendado por el Papa, afirma que el desarrollo moderno de la asistencia a los pobres y enfermos, “se basó en la cultura social medieval impregnada por el espíritu del cristianismo”[23].

La fe, que ha impulsado numerosas obras de educación, cultura y promoción humana, nos hace respetar más la naturaleza, nos invita a buscar modelos de auténtico desarrollo, nos enseña a identificar formas de gobierno justas y afirma la posibilidad del perdón, poniendo todos los acontecimientos en relación con el origen y el destino de todo en el Padre que nos ama (cfr. n. 55).

Incluso, en la hora de la prueba, la fe nos ilumina. Citando el Salmo 116, 10: “Tenía fe, aún cuando dije: «¡Qué desgraciado soy!»”, el Obispo de Roma reconoce que “la luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar” (n. 57). Esto, porque la fe nos da la certeza de que nos aguarda una mansión eterna (cfr. 2 Co 4,16-5,5). “Esta esperanza –explica– da impulso y fuerza para vivir cada día” (n. 57).

En medio de sufrimientos físicos y espirituales, santa Faustina Kowalska (1905-1938) escribió: “…solamente Dios lo arregla todo, el alma lo sabe… No se refugia en una paz engañosa… se da cuenta mejor de todo… todo tiene algún significado… de cada cosa saca provecho… dirige a Dios toda alabanza. Confía en Él”[24].

Olga Bejano Domínguez (]1963-2008), quien durante más de veinte años no pudo moverse, hablar ni ver, impulsando la mano con su rodilla publicó tres exitosos libros en los que da testimonio de cómo su fe en Dios la había fortalecido. “En la oración –escribió– lo que cuenta no es lo que nosotros hacemos, sino lo que Dios hace en nosotros”[25].

“Al hablar con ella –comenta el padre José Ignacio Díaz–, veías que tenía una vida muy rica y plena… estaba al tanto de todo… hablaba de Dios con… tal seguridad, que daba la impresión… de que tenía una relación muy fuerte y espontánea con Él… Ha llevado a muchas personas a Dios… He sido testigo de cómo cambiaban, al conocerla, personas que no querían seguir viviendo porque no veían sentido a su vida”[26].

Este es el poder de la fe. Un poder real que dignifica al ser humano; el poder del amor, capaz de hacer algo concreto en este mundo y en el otro. Por eso, Paulo VI (1897-1978), al final de su vida decía: “Ahora que la jornada llega al crepúsculo y todo termina y se desvanece esta estupenda y dramática escena temporal y terrena, ¿cómo agradecerte, Señor, después del don de la vida natural, el don muy superior de la fe y de la gracia, en el que únicamente se refugia al final mi ser?”[27].

Ojalá que, con la ayuda de María, la que es dichosa por haber creído (cfr. Lc 1,45), vivamos de tal manera que, cuando llegue la hora, podamos hacer nuestra esta confesión de fe, conscientes de aquello que decía san Gregorio Nacianceno (329-389): “Si no fuera tuyo ¡Oh Cristo mío! Me sentiría criatura finita”[28].

Muchas gracias.


[1] Idea digital, Murcia, 2007, www.ideal.es.20070324.

[2] Sobre la felicidad, Ed. Alianza, S.A., Madrid, 1999, Cap I.1.

[3] Don Quijote de la Mancha, Ed. Del IV Centenario, Ed. Santillana, México, 2005, 1ª parte, II, p. 8.

[4] Salvifici doloris, n. 3.

[5] Confesiones, X, 29,40.

[6] CERVANTES Miguel, Don Quijote de la Mancha, Op. Cit., Cap. VII, p. 596, y Cap. XX, p. 706.

[7] La Náusea, Ed. Diana, S.A., México, 1952, p. 194.

[8] En la niebla, en La Máquina del Tiempo, Revista de literatura, www.lamaquinadeltiempo.com.

[9] Leviatán, Fondo de Cultura Económica, México, 1992, Cap I, 12, y "El reino de las tinieblas”, Cap V.

[10] Curso de Filosofía Positiva, Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1965.

[11] El porvenir de una ilusión, en Psicología de las masas. Más allá del principio del placer. El porvenir de una ilusión, Ed. Alianza, Madrid, 2003, p. 177.

[12] Critica de la Filosofía del Derecho de Hegel, Ed. del Signo, Buenos Aires, 2001, Introducción.

[13] Metafísica, I, 1.

[14] Soliloq., c. V.

[15] De Veritate, q 1 y Suma Teológica, 1, 16,1.

[16] Fides et ratio, n.1.

[17] Cfr. SAN AGUSTÍN, Sermo 43,7,9.

[18] El lenguaje de Dios. Evidencias científicas para creer en Él, Ed. Planeta Mexicana, México, 2007, pp. 9 y 11.

[19] Ibíd., p. 25.

[20] Ibíd., p. 35.

[21] Ídem.

[22] La ética colonial española del Siglo de Oro, Ed. Cultura Hispánica, Madrid, 1957, p. 515.

[23] La misericordia, clave del Evangelio y de la vida cristiana, Ed. Sal Terrae, España, 2012, p. 23.

[24] Diario, nn. 109. 120. 148.

[25] Alma de color salmón, www.olgabejanodominguez.blogspot.com.

[26] MARTÍNEZ MARÍA, Misión cumplida. Alfa y Omega, en Alma de color salmón, Op. Cit.

[27] www.vatican.va.

[28] Poemata de ipso.

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Nacional