Desastres naturales, ¿castigo de Dios?

de Oscar Armando Campos Contreras
Obispo de Tehuantepec

Esta nota fue publicada en este mismo sitio web en septiembre de 2009. Para su reflexión, se publica de nuevo debido a la realidad actual.

El dolor y la muerte; los desequilibrios de la naturaleza que provocan graves tragedias, no son sino parte de la condición material que camina hacia la plenitud en medio de los dolores de parto de la Nueva Creación.
Desastres naturales

Un llamado a la solidaridad cristiana.

El dolor, la devastación, la muerte y la angustia que pueden provocar los desastres naturales son siempre un llamado fuerte a la solidaridad. Existe siempre en el corazón humano una solidaridad afectiva y efectiva. En general todos nos sentimos conmovidos ante cualquier tragedia, pero es necesario sentirnos cercanos, de una manera eficaz, a los que sufren. La Parábola del Buen Samaritano es el ejemplo evangélico. Frente al dolor no podemos hacer ninguna distinción de raza, religión, o condición social para ponernos manos a la obra. El cristiano sabe que el que sufre lo necesita. Todavía más, desde la fe, ve en el dolor del hermano, el rostro de Cristo sufriente.

Los desastres piden ante todo una acción rápida, solidaria, lo más coordinada posible para que pueda ser eficaz. Una acción en donde las Instituciones gubernamentales y civiles asuman su responsabilidad de manera inmediata, pero también una acción en donde la sociedad civil aporte sus capacidades con generosidad. Los desastres naturales, como toda circunstancia de graves consecuencias, son también motivo de reflexión. Ante todo, nos ponen frente a nuestra condición humana con todas sus debilidades. Físicas unas, sociales otras; pues casi siempre los que resultan más dañados son los que menos tienen. Ciertamente, hay que reconocer que ante muchos fenómenos de la naturaleza todos estamos indefensos; lo que nos lleva a sentir como algo natural la necesidad de solidaridad, a reconocer que en la vida, frente a las necesidades comunes, todos necesitamos de todos para salir adelante.

Nuestra responsabilidad ante las causas y consecuencias.

Por otro lado, ahora contamos con mayor información sobre las causas y consecuencias de algunos desastres provocados por el cambio climático. No es un misterio reconocer que el causante de muchos desequilibrios del ecosistema es el calentamiento global y el deterioro de la capa de ozono que daña nuestra atmósfera. Sin embargo seguimos aún contaminando el aire, la tierra, los ríos, talando los bosques, la mayor parte de las veces, en un afán meramente económico que pone al dinero por encima de la misma supervivencia humana. Un ejemplo dramático lo tenemos en el agua.

No es un secreto. Las reservas de agua para consumo humano han disminuido en forma alarmante. En todos los países del mundo empieza a crecer el interés por el cuidado del agua y su uso racional; nuestro país no puede ser la excepción. Según datos aparecidos recientemente, de no atender el problema nuestra situación en los próximos decenios se volverá crítica. Somos un país de disponibilidad baja de agua; el 56 % del territorio se considera árido o semiárido. Según datos de los expertos, el 94 % de los ríos está contaminado y hay lagunas que están desapareciendo. Once millones de personas, sobre todo en el campo, subsisten sin agua potable.

Los datos señalan que dos de cada tres vasos que bebemos proceden del agua generada en bosques y selvas; sin embargo continúa la deforestación que daña los ecosistemas y desequilibra el medio ambiente. Los resultados los estamos viendo ya con el cambio climático. Lamentablemente el problema de la contaminación no parece detenerse, tanto en las ciudades como en el campo. La degradación que generan los desechos continúa, y falta tratamiento de las aguas residuales. A eso, hay que añadir la sobreexplotación de los mantos acuíferos y su contaminación constante por la basura. Además, tenemos que reconocer que hay un uso poco racional del agua potable, en muchos lugares llega a desperdiciarse hasta el 50% por motivos que van desde el descuido irresponsable en las familias, hasta la falta de mantenimiento de las redes subterráneas

Una solidaridad preventiva.

Es necesario educarnos para que nuestra solidaridad se exprese, al mismo tiempo, en el cuidado y en el respeto a la naturaleza, obra maravillosa de la Creación, de tal manera que entendamos que nuestra vida depende, en buena parte, del cuidado que demos a naturaleza, de la que somos parte privilegiada pues además de compartir elementos materiales tenemos la consciencia y la capacidad de amar.

Los terremotos, los huracanes, el desborde de los ríos, las inundaciones, el desgajamiento de los cerros por el reblandecimiento de la tierra, o la sequía que agosta las tierras y la erosión que las hace páramos en donde llegan a morir miles de animales, deben ser motivo para implementar los mecanismos de respuesta eficaz desde las instancias responsables del Estado; y, al mismo tiempo, una cultura de prevención en la que participemos todos los miembros de la sociedad, de esa manera nos ayudaremos mutuamente no sólo a enfrentar las emergencias, sino a prevenirlas. Afortunadamente, de algunos fenómenos naturales podemos tener datos anticipados, como es el caso de los huracanes, de otros fenómenos todavía no, lamentablemente. Prevenir nos permitirá bajar los costos humanos que son los más dolorosos y que alimentan luego otros problemas sociales, económicos y políticos.

La acción de la Iglesia.

La Iglesia, desde su misión trata de estar presente, a través de sus laicos organizados, a través de sus religiosas y religiosos, a través de sus sacerdotes y obispos, en todos los momentos de dificultad de nuestras comunidades, tanto para el consuelo espiritual que necesita toda persona ante el dolor, como para impulsar la solidaridad inmediata con los que sufren y en la reconstrucción de la comunidad afectada. Son numerosas las organizaciones de Iglesia que, sin mucha publicidad, suelen acudir ante las tragedias de nuestros pueblos; pues cualquier tragedia es, en sí misma, un llamado a la unidad para trabajar y juntos reconstruir la vida. Siempre, pero particularmente en esos momentos se necesita una actitud generosa que vaya más allá de los propios intereses particulares o de grupo. Lucrar con el dolor humano en cualquier desastre nos rebaja en nuestra calidad humana. Por el contrario, cuando nos unimos frente a la adversidad, cuando superamos nuestras divisiones políticas, nuestros rencores y olvidamos nuestros enfrentamientos sociales, entonces es cuando verdaderamente sale a flote la calidad de un pueblo, pues de esa forma se pueden superar los desafíos, por muy difíciles que se presenten.

Los desastres ¿Castigo de Dios?

Ciertamente ningún desastre es castigo de Dios, aunque algunas personas pueden llegar a dar esa interpretación. El proyecto del Padre es la vida y por el Espíritu de Jesús, se nos ofrece la vida en plenitud. El dolor y la muerte; los desequilibrios de la naturaleza que provocan graves tragedias, no son sino parte de la condición material que camina hacia la plenitud en medio de los dolores de parto de la Nueva Creación. Nuestra condición humana es limitada. Es material y, en consecuencia, débil. La vida material se manifiesta en un cuerpo que diariamente tiene el peligro de dañarse. Es el riesgo que corremos en la aventura de la vida. Pero en ese cuerpo están nuestras facultades espirituales, que iluminadas por la fe en Jesucristo, nos permiten ver más allá del horizonte de lo inmediato y entender que nuestra vida no se acaba con los límites del cuerpo, sino que va más allá de esa condición material, hacia la vida en plenitud; aunque haya que atravesar un valle de lágrimas que nos hace sufrir. Cristo mismo compartió con nosotros esa experiencia. Esa es nuestra fe. A los cristianos nos afecta cualquier dolor humano, pero la luz de la fe nos hace ver más allá de las sombras de los males inmediatos; la esperanza nos levanta el ánimo en medio de las dificultades; y, la caridad nos anima a trabajar unidos para la superación de cualquier mal.

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