2013-10-02 L’Osservatore Romano
“¿Hombres pecadores, mujeres pecadoras, sacerdotes pecadores, religiosas pecadoras, obispos pecadores, cardenales pecadores, Papa pecador? Todos. ¿Cómo puede ser santa una Iglesia así?”. Palabras fuertes las que empleó el Papa Francisco en la mañana de este miércoles, 2 de octubre, en la audiencia general en la plaza de San Pedro, durante la cual, prosiguiendo con las catequesis sobre el Credo, habló de la santidad de la Iglesia.
Una santidad -dijo- aparentemente en contraste con el hecho de que ella, la Iglesia terrena, está formada por hombres, por lo tanto, por pecadores. Pero -precisó inmediatamente- en realidad no somos nosotros los que hacemos la santidad de la Iglesia, que “no es santa por nuestros méritos”, sino porque Cristo la ha hecho santa con su muerte en la cruz. “¿Qué significa esto?”, se preguntó. Significa que “la Iglesia es santa porque procede de Dios que es santo, le es fiel y no la abandona”.
Pero hay algo más que considerar: en la Iglesia “el Dios que encontramos no es un juez despiadado”; es como “el padre de la parábola evangélica”, quien acoge con los brazos abiertos al hijo que le dejó y después decidió regresar a casa. “El Señor -dijo el Papa Francisco- nos quiere parte de una Iglesia que sabe abrir los brazos para acoger a todos, que no es la casa de pocos, sino la casa de todos, donde todos pueden ser renovados, transformados, santificados por su amor, los más fuertes y los más débiles, los pecadores, los indiferentes, quienes se sienten desalentados y perdidos”. Nadie, por lo tanto -advirtió-, puede pensar que “la Iglesia es sólo la Iglesia de los puros, de los que son totalmente coherentes”: se trata de una auténtica “herejía” porque “la Iglesia, que es santa, no rechaza a los pecadores; no nos rechaza a todos nosotros; no rechaza porque llama a todos”.
Por lo demás, como el Pontífice preguntó provocadoramente a los fieles presentes, “¿alguno de vosotros está aquí sin los propios pecados? ¿Alguno de vosotros?”. Y añadió: “Ninguno, ninguno de nosotros. Todos llevamos con nosotros nuestros pecados. Pero el Señor quiere oír que le decimos: 'Perdóname, ayúdame a caminar, transforma mi corazón'. Y el Señor puede transformar el corazón” y ayudarnos a entender que “la santidad no consiste ante todo en hacer cosas extraordinarias, sino en dejar actuar a Dios”.