2013-10-06 L’Osservatore Romano
Se cumple un año, el 7 de octubre, de la declaración como Doctor de la Iglesia universal por parte de Benedicto xvi de san Juan de Ávila, y hacemos memoria agradecida de este santo sacerdote español del siglo xvi, cima de la más alta espiritualidad cristiana, verdadero gigante del ser y del alma sacerdotal, maestro de sacerdotes, renovador profundo de la Iglesia que tanto brilló en la España del xvi con figuras tales como santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Juan de la Cruz..., infatigable trabajador en los duros trabajos del Evangelio, predicador evangélico que, en su época, lleva a cabo de manera singular, única e incansable lo que hoy llamaríamos «nueva evangelización» —de ahí que se le reconozca como «Apóstol de Andalucía»: un verdadero pastor conforme al corazón de Dios, don de Dios a la Iglesia de todos los tiempos.
San Juan de Ávila es un maestro; así se le llamaba en su tiempo y durante siglos así sigue llamándose: el «Maestro Ávila», modelo y ejemplo a seguir e imitar en cuanto atañe al ser y vivir sacerdotal. «Maestro y Doctor» brilla de manera particular como predicador, como evangelizador. En todas las ciudades por donde pasó se le encuentra anunciando el Evangelio, predicando. No le importaba predicar en plena calle. No le gustaba un sermón donde, como Pablo, no se predicase a Cristo crucificado, en cuyo misterio «sabía todo cuanto para nuestra salvación se puede saber, que es todo lo que comprende y trata la teología cristiana». Su predicación era hecha con verdad y brotaba de la caridad pastoral. Por eso decía en sus Advertencias al Sínodo de Toledo: «más conviene que los que se envían a semejante ministerio de predicar sean gente que, además de suficiencia de las letras, tenga caridad y celo para ganar almas, atrayéndolas a Dios con su doctrina y con su ejemplo de vida y santidad». Se trata de centrarse y concentrarse en lo esencial.
En él encontramos un vivo y diáfano ejemplo para predicar. De él nos ofrece un admirable retrato del genuino predicador, válido para todos los tiempos, su discípulo fray Luis de Granada en su «Vida del Padre Maestro Juan de Ávila y las partes que ha de tener un predicador del Evangelio», o, también, san Francisco de Borja en su «Tratado breve del modo de predicar el Santo Evangelio», inspirado con toda certeza en el Maestro Ávila. Ambos escritos constituyen una auténtica guía o «directorio» para quienes, como señala el Concilio Vaticano ii, tienen como obra o misión principal el anuncio del Evangelio, los sacerdotes. ¡Cuánto bien les haría leer ahora sus sermones, sus consejos, sus memoriales! Sus palabras, en efecto, iban dirigidas a provocar la conversión anunciando el misterio de Cristo, que es el misterio del Amor y de la Misericordia. No tuvo miedo alguno en predicar la Palabra de Dios sin mixtificaciones ni halagos. No se acomplejó de ella. Su contenido siempre gozoso y lleno del amor de Dios, profundo, bíblico, con una teología vital y clara, hondamente eclesial, fiel a la verdad y a las enseñanzas de la Iglesia.
Cuando le preguntaban «qué había de hacerse para predicar bien», respondía: «Amar mucho a Dios». No olvidemos, por lo demás, que a san Pedro, antes de encomendarle la misión el Señor le preguntó tres veces: «¿Me quieres, me quieres más que éstos?». Le pregunta por su amor. A los sacerdotes, llamados y elegidos de Dios, el Señor sigue preguntando, como a Pedro: «¿Me quieres?». Querer a Jesucristo por encima de todo, es lo que constituye la base de la predicación; estar enamorados de Jesucristo y quererle con un amor indiviso e inquebrantable es requisito imprescindible para ser pastor y predicador siempre, y particularmente en tiempos en los que apremia una nueva evangelización.
Por esto, la fuerza de la predicación del Santo Doctor, Juan de Ávila, que sí quería , y mucho, al Señor, se basaba en la familiaridad con Jesús, que se adquiere y vive sobre todo en la oración, junto con el encuentro con Él en la Eucaristía y en la penitencia, en la meditación y estudio de la Palabra, en el sacrificio que nos une a Él. Según el Maestro Ávila, se había de subir al púlpito «templado», viviendo lo que iba a decir, lo cual necesita estudio y oración. Como dice uno de sus biógrafos: «No predicaba sermón sin que por muchas horas de oración le precediese». «Su principal librería, añade, era el Crucifijo y el Santísimo Sacramento».
La evangelización, la predicación, sobre todo en tiempos de secularización como los nuestros en los que se vive como si Dios no existiera, reclama «hombres de Dios, ser, de alguna manera, en expresión del Santo, «relicarios de Dios, casa de Dios». Para dar a conocer a Dios, para ser testigos suyos necesitamos vivir inmersos en su misterio, ser hombres de fe y oración. El Evangelio de Marcos nos recuerda que «el Señor llamó a los que quiso para que estuviesen con Él y enviarles a predicar». Los pastores, sacerdotes u obispos, antes de predicar debemos estar con Él, antes de ser apóstoles tenemos que ser discípulos, antes de ser evangelizadores tenemos que ser constantemente evangelizados. ¡Cómo insistía en esto San Juan de Ávila! Tenemos que acoger a Dios en el silencio y la soledad. Enseñar a descubrir a Dios, entregar a Dios, y dar a conocer la sabiduría escondida de Dios es nuestra misión, como lo fue la de Jesucristo, como lo fue la del Maestro Ávila. Pero esta secreta sabiduría de Dios, Dios mismo, sólo se aprende en el «trato de amistad con Él», acogiendo a Dios en la profundidad del silencio y de la contemplación, poniéndonos a la escucha de su Palabra, hablando con Dios, «como con Alguien presente», real y personal.
Vivir intensamente la verdad de la vida sacerdotal nos adentra en la espesura del amor de Dios. Meditar amor, entrar en la esfera de Dios que es Amor, saca amor. Y nos hace sentir el amor de Dios que hemos conocido en su Hijo venido en carne, llagado y en la Cruz, presente y vivo en su Iglesia, enviado para que su amor alcance a todos los hombres y gusten su salvación. Entrar, por la oración y el estudio, en esa esfera, dentro de este amor de Dios es entrar en esa corriente de amor y de misericordia que Dios tiene para con todos los hombres, que quiere que se salven, entren en la verdad, le conozcan a Él y a su enviado Jesucristo, que se identifica con los pobres, los hambrientos, los privados de libertad, los enfermos, los que no tienen techo ni cobijo de hogar, los que sufren… Entrar en ese ámbito de amor nos hará misioneros, evangelizadores, nos hará como a Pablo o Juan de Ávila, sensibles a quienes cual «macedonios» de nuestro tiempo nos gritan también hoy: «¡Ayudadnos!».
Estas son algunas líneas del «doctorado» de san Juan de Ávila que celebramos ahora con agradecimiento en su primer aniversario. Que el Maestro Juan de Ávila sea para todos, singularmente para los sacerdotes, magisterio vivo y perenne, luz, aliento y ánimo para aprender de él en esta hora en que nos apremia una nueva evangelización,
Antonio Cañizares Llovera, Cardenal prefecto de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos