No creerse mejor que los demás

de Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro

XXX Domingo del Tiempo Ordinario - Lc. 18, 9 – 14

Hay pintura donde las luces y las sombras se enfrentan con vigor y destreza, imprimiendo a la imagen un toque de atracción y misterio. Esto es lo que podemos descubrir en la parábola que hoy reflexionamos y donde san Lucas nos presenta a dos personajes del tiempo de Jesús: un fariseo y un publicano. Ambos están en el templo, allí el fariseo, de pie, eleva una plegaria que parece de agradecimiento, pero en verdad es una autoalabanza. Le advierte a Dios que no le vaya a confundir con los demás, ladrones, injustos y adúlteros e inmediatamente encuentra un punto de comparación: “No soy tampoco como ese publicano”. Su autocomplacencia se le notaba en el rostro.

El reverso de la moneda era el publicano, ya que en su vida acreditaba las notas más negativas que tenía quien había sido cómplice del sistema opresor como un recaudador que había trabajado para el Imperio Romano. Su oración es breve y simple, la de alguien que se reconoce pecador, de quien no se atreve a lanzar la primera piedra como el publicano; Él desea enmendar su vida, pero está consciente de que solo no puede, por eso apela a la ayuda de Dios a quien clama con humildad: “Ten compasión de este pecador”.

Por tanto el evangelio de hoy nos presenta dos modelos de oración: la primera superficial y errónea y la segunda, profunda, llena de frutos y teniendo como base una actitud de humildad. En ambos, la plegaria que hacen refleja la vida que llevan. El satisfecho de sí mismo cree satisfacer las exigencias que Dios le impone, y cuando reza en su presencia solo logra oírse a sí mismo. Son dos formas de orar lo que Jesús ha contrapuesto, dos modos de relacionarse con Dios. Jesús desautoriza solo la de quien, orando se siente bien porque desconoce cómo se siente Dios viéndole a él.

Jesús quería que sus discípulos oraran siempre y sin desfallecer, pero les advirtió que no deberían creerse mejores que los demás, solo porque rezaban más a menudo. Orar sin interrupción, como nos quisiera ver Jesús, no debe alimentar nuestra autocomplacencia; no reza más quien es mejor sino quien más lo necesita.

Dios no aprueba, a quien, para hacerse mejor, necesita humillar o subestimar a los demás. Dios no da por bueno a quien se cree mejor que los demás, solo porque hace su voluntad. Un ejercicio de obediencia a Dios, que no lleve al aprecio del prójimo, no contará con la aprobación del Señor. No puede amar al padre quien desprecie a los hijos.

Creo que lo que nos enseña Jesús, es a que en la oración deberíamos recordarle a Dios no lo que hemos hecho sino, como el publicano, lo que nos hace falta aún por hacer. Dios sabe quiénes somos y no lo podemos engañar. Por ello, si queremos volver a casa en paz, nos queda solo decirle a Dios que no somos dignos de él y que lo sentimos de veras, presentándole nuestras luces y sombras para que Él haga una obra maestra.

Una oración: “Señor, gracias por invitarnos a la sencillez. Ayúdanos a vivir atentos a los demás. Que estemos descentrados de nosotros mismos, y vivir centrados en ti, en los demás y en sus necesidades. Que nuestro diálogo contigo sea desde la humildad, reconociendo nuestra tierra para que tú siembres en ella la semilla del evangelio, y podamos dar los frutos que tú quieres en el servicio a los hermanos, especialmente los más vulnerables en la sociedad. Amén”.

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