Para los que se tienen por buenos y desprecian a los demás (cfr. Lc 18,9-14)

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

XXX Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo C

Cuentan que un hombre era tan soberbio, que de pequeño decía a su papá: “cuando sea grande quiero ser como tu... para tener un hijo como yo”. En su casa puso siete autorretratos con este letrero: “las siete maravillas del mundo”. Si al ir por la calle relampagueaba, miraba sonriente al cielo, creyendo que Dios lo estaba fotografiando. Hasta que un día, al escuchar a una persona decir: “Gracias Dios mío”, exclamó: “De nada” ¡A eso conduce la soberbia! Porque como dice san Agustín: “La fe no es propia de los soberbios”[1].

San Gregorio señala que la hinchazón de la arrogancia se demuestra cuando uno cree que lo bueno nace exclusivamente de sí mismo y desprecia a los demás[2]. Quien se deja arrastrar por esta tentación termina ahogado, como Narciso al querer abrazar su propia imagen reflejada en el agua. “Así se desea, imprudente –escribe de él Ovidio– ¿por qué en vano unas apariencias fugaces alcanzar intentas?”[3]. El soberbio cree que se basta a sí mismo, sin darse cuenta que es fugaz. Piensa que los demás nada valen. Así, condenado a la soledad, no deja que nadie le ayude ¡ni Dios! Y termina perdiendo la vida verdadera.

A fin de prevenirnos de este terrible mal, Jesús nos propone una parábola en la que nos muestra dos actitudes diferentes de la conciencia moral, como explica Juan Pablo II[4]. El fariseo presenta una conciencia soberbia, tan llena de sí que no deja lugar a Dios. Creyéndose perfecto, piensa que es él y no Dios quien determina lo bueno y lo malo.

¡Cuántas veces nos dejamos seducir por esta tentación! Entonces concluimos que no somos ladrones como los demás, aunque le arrebatemos al cónyuge las ganas de vivir, le quitemos a la familia el tiempo que deberíamos dedicarle, acabemos con la honra de la gente, despilfarremos el dinero en vicios y cosas innecesarias, y no paguemos ni cobremos lo correcto. Que no somos injustos como otros, aunque seamos manipuladores en el noviazgo, hagamos bullying a un compañero y seamos indiferentes a las necesidades de la gente. Que no somos adúlteros, sólo porque la pareja todavía no nos ha cachado en lugares poco sanos o poniéndole “los cuernos”.

Y creyéndonos perfectos, despreciamos a los demás: al cónyuge, echándole la culpa cuando las cosas van mal en el matrimonio; a papá o a mamá, cuando no consienten todos nuestros caprichos; a la novia, cuando se niega a la “prueba de amor”; a los amigos, cuando nos dejamos arrastrar hacia malas diversiones; al mundo, cuando vemos injusticias, miseria y violencia, en lugar de hacer algo por remediar esos males.

Jesús, queriendo nuestro bien, nos pide imitar al publicano que, reconociendo que Dios es quien determina lo bueno y lo malo, acepta con humildad sus faltas y pide perdón. Así su oración atraviesa las nubes[5] y es escuchada por Dios[6], que nos reconcilia consigo por Cristo[7]. Sólo quien se deja iluminar por Él puede distinguir objetivamente lo que es bueno de lo que es malo, reconocer su situación y corregirse para mejorar.

“Tengo que luchar contra muchos defectos sabiendo bien que la lucha no humilla a nadie”[8], escribió santa Faustina. Reconciliados con Dios, podremos reconciliarnos con nosotros mismos y con los demás, valorándolos y respetándolos. Entonces, sin despreciar a nadie, podremos llevar reconciliación a nuestro matrimonio, a nuestra familia y a nuestra sociedad ¡No tengamos miedo! Jesús está con nosotros, como exclama san Pablo[9]. Él camina a nuestro lado dándonos la fuerza de su amor, el Espíritu Santo, para librarnos de los peligros y llevarnos a salvo a su Reino. Reconozcámoslo y dejémonos ayudar por Él ¡Vale la pena!

[1] De verb. Dom. serm. 36.

[2] Moralium 23,7.

[3] Metamorfosis, Narciso y Eco, Libro Tercero. Biblioteca virtual “Miguel de Cervantes”, www.cervantesvirtual.com

[4] Veritatis splendor, 104

[5] Cfr. 1ª Lectura: Sir 35,15-17. 20-22.

[6] Cfr. Sal 33.

[7] Cfr. Aclamación: 2 Cor 5,19.

[8] KOWALSKA Faustina, La Divina Misericordia en mi alma, n. 1340

[9] 2ª Lectura: 2 Tim 4,6-8. 16-18.

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