Solemnidad de Cristo Rey del Universo: el verdadero poder debe construir, no destruir

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

“La palabra poder tiene algo de fascinante... y también algo de amenazante –escribió el entonces Cardenal Ratzinger– El deseo de poder… late en todo ser humano. Mas para la mayor parte de las personas se queda en mera fantasía. Encontramos el poder en manos de otros... La esencia de este poder consiste en convertir lo otro y al otro en simple objeto... y tomarlo al servicio de la propia voluntad”[1].

Frente a esta triste realidad, quizá nos preguntemos: ¿Hay alguna esperanza? ¿Puede Dios hacer algo en este mundo? La respuesta la encontramos en Jesús crucificado, “imagen de Dios invisible”[2]. En la cruz, Él nos muestra que el verdadero poder es el amor ¡Sólo el amor es omnipotente! ¡Sólo el amor ha sido capaz de crear todo cuanto existe! ¡Sólo el amor puede vencer al pecado, al mal y a la muerte! ¡Sólo el amor hace nuestra vida plena y eternamente dichosa!

Sin embargo, aquellos que están cegados por el destello limitado y fugaz del poder mundano, desprecian a Cristo, amor encarnado, como hicieron las autoridades, los soldados y uno de los malhechores en el monte Calvario. Éstos piensan que poder es imponerse, usar a los demás, pasar por encima de su vida, su dignidad y sus derechos, y dejar que cada uno se las arregle como pueda.

Pero quien ha sufrido las consecuencias de esta clase de poder, que desfigura a quien lo posee y daña a aquellos contra quienes se ejerce, puede descubrir que éste no es el auténtico poder; que el verdadero poder debe construir, no destruir. Esto fue lo que seguramente sucedió al ladrón que, dejándose iluminar por el Espíritu Santo, pudo comprender que un amor coherente, libre, ilimitado y edificante como el de Jesús sólo podía ser divino. Entonces, fue capaz de rogar: “Señor; cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”.

Como él, contemplando al Redentor, exclamemos: “¡Bendito el reino que llega!”[3]. Y al igual que el pueblo de Israel hizo con David, digámosle a Jesús: “Tú serás nuestro guía”[4]. Él, que amando hasta el extremo nos ha dado al Espíritu Santo, nos enseña que sólo el amor es capaz de edificar una sociedad en la que se respete la vida, la dignidad y los derechos de todas las personas, condición indispensable para la paz y el desarrollo. “La felicidad de la nación –escribió san Agustín–... procede de... la felicidad de los ciudadanos”[5].

Con esta certeza ¡vayamos con alegría al encuentro del Señor![6] Y reconociéndolo como nuestro Rey y Salvador[7], unámonos a Él, presente en su Iglesia, a través de su Palabra, sus sacramentos –especialmente la Eucaristía–, la oración y el prójimo. Así podremos participar de la omnipotencia de su amor, capaz de poner un límite al mal, y de hacer triunfar el bien y la vida.

Reinemos con Jesús, ofreciendo a la esposa, al esposo, a los hijos, a papá, a mamá y a cuantos tratan con nosotros, comprensión, justicia, servicio y perdón. Entonces, venciendo el egoísmo, la avaricia, la envidia, la lujuria, el rencor, la indiferencia, la corrupción, la impunidad y la violencia, edificaremos un matrimonio, una familia, un noviazgo, un ambiente de amistades, de estudios y de trabajo, y una sociedad en donde todos vivamos con libertad y dignidad, encaminándonos juntos a la dicha plena sin final.

[1] Un canto nuevo para el Señor, Ed. Sígueme, Salamanca, 2005, pp. 49 y 57

[2] Cfr. 2ª Lectura: Col 1,12-20

[3] Cfr. Aclamación: Mc 11,9.10

[4] Cfr. 1ª Lectura: 2 Sam 5,1-3

[5] Ep. ad Macedonium c.3

[6] Cfr. Sal 121

[7] PÍO XI, Quas Primas, 25 y 5

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