Santa Matilde era hija de los condes Teodorico y Reinhilda. Su padre la había colocado desde niña en la abadía de Herford, para que se formase en el temor de Dios y en todos los conocimientos propios de una doncella de la buena sociedad. Allí adquirió una buena educación y cultura.
Enrique «el Pajarero», duque de Sajonia, tan buen cristiano como buen cazador, era un príncipe ambicioso, con ansias de crear un reino y encontrar una princesa digna de él. Un caballero suyo entró un día en la iglesia de la abadía, y entre las monjas que cantaban vio una doncella cuya hermosura le deslumbró. Estaba arrodillada, el rostro bañado en luz ultraterrena, muy modesta, con el salterio en la mano y absorta en la oración. «Brillaba, dice puntualmente el cronista, con el fulgor nevado de las azucenas, y al mismo tiempo tenía el color encendido de las más puras rosas».
El caballero contó al duque su descubrimiento, afirmando que en todo el mundo no había tan bella y tan linda mujer. El duque se vistió de sus mejores galas y se presentó ante la venerable abadesa, abuela paterna de Matilde, para que le hablase de la hermosa doncella, de su virtud, de su linaje, de sus cualidades. La abadesa dio cumplida satisfacción a sus deseos.
Enrique quedó arrrebatado ante la modestia y belleza de Matilde. Pero la belleza fue en ella lo de menos, con ser tan excelsa. A través de aquellos encantos, que al principio deslumbraron sus ojos, vio Enrique en su alma el tesoro de la virtud más abnegada y de la más alta prudencia.
Se celebraron solemnemente los esponsales. Por ellos se convirtió Matilde, primero en duquesa de Sajonia, luego en reina y emperatriz de Germanía, y madre de Otón I el Grande, restaurador del Imperio Romano.
Los hombres pueden hacer mal uso de la belleza. Pero Dios es la suprema Belleza, y puede servirse de ella para sus altos designios. Enrique se sintió atraído por la belleza de Matilde, y la virtuosa y bella Matilde tuvo sobre Enrique una influencia bienhechora.
Ella fue su mejor guía y consejero. En sus victorias, Matilde ponía el contrapeso de su dulzura y moderación; en sus pesares, ella le daba ánimos para seguir adelante. La joven princesa perfumaba toda la corte con sus virtudes y su dulzura inefable. Dedicaba mucho tiempo a la oración y su mayor consuelo era socorrer a los pobres, que la llamaban madre.
Matilde y Enrique eran un solo corazón. «En ambos, dice el biógrafo, reinaba el mismo amor a Cristo, una misma unión para el bien, una voluntad igual para la virtud, la misma compasión para los súbditos y el mismo afecto entrañable para todos. Los dos merecieron las alabanzas del pueblo».
El Sacro Imperio Romano Germánico tuvo la suerte de tener en su cuna el hálito santo de esta mujer dulce y fuerte. Matilde formó el corazón de Otón, el hombre de la Providencia, y puso en él semillas de fe, de fortaleza, de piedad y de amor a la Iglesia de Cristo y a sus súbditos. La rivalidad y algún recelo de sus hijos le hizo sufrir, pero se arregló bien.
Un día el Papa llamó a Otón a Roma, puso en sus sienes la corona de Carlomagno y lo nombró emperador de Occidente. Matilde, cumplida su misión, volvió a la abadía, y con un breviario sobre sus rodillas, cantaba los salmos de David, lo mismo que en los años añorados de su juventud.
Volvía a ser dichosa otra vez en su querida abadía, y entre salmos e incienso, los ángeles se la llevaban al paraíso mientras entonaban el Gloria. Era el 14 de marzo del año del Señor 968, Sábado de Gloria.