¡Ya basta de violencia!

Levítico: “Sean santos, porque yo, el Señor, soy santo”
Salmo 102: “El Señor es compasivo y misericordioso”
Corintios 3, 16-23: “Ustedes son templo de Dios y el Espíritu de Dios habita en ustedes”
San Mateo 5, 38-48: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto”

“¿Cuáles son los principales dolores que afectan al hombre?”, preguntaban un día en la reunión de jóvenes. Empezaron a desfilar la diversidad de enfermedades: el cáncer, la diabetes, el sida, la ceguera… Y cada quien defendía las razones de su propuesta. Pero después empezaron a aparecer otros “dolores”: la ingratitud, el fracaso, la infidelidad. Alguien entonces afirmó: “El odio y el rencor”. Nos quedamos como sorprendidos pues parecía que lo decía en broma y algunos respondían que ése no era dolor. Pero él siguió afirmando que nada provoca mayor dolor que el odio: “Es peor que un cáncer, es más doloroso que una amputación. El amor llega y se va rápidamente, pero el odio se estaciona en el alma. Y es causa de los peores dolores hasta llegar a enfermar físicamente el cuerpo”.

Normalmente recibimos las enseñanzas de Jesús con alegría, y entendemos que nos ayudan a un crecimiento y a la mejor relación en la comunidad. Sin embargo las sentencias de este día parecen frases explosivas difíciles de entender. ¿Amar al enemigo? ¿Hacer el bien a quien nos odia? En nuestro mundo saturado de violencia, venganzas y odios, estas palabras suenan como cañonazos explosivos desde lo alto de la montaña. ¿Es razonable lo que propone Jesús? ¿No es mejor destruir por completo a quien está cometiendo injusticias? ¿Cómo detener la violencia poniendo la otra mejilla? Sin embargo, como un escritor afirmaba, la violencia es la fuerza de los débiles y el hombre esclavizado en su corazón tiene la necesidad de esclavizar a otros. Nada hay que haga tanto daño al hombre como el rencor y el resentimiento. Es como si una fruta buscando protección frente a quien la quiere comer, decidiera pudrirse para evitar la mordida. Es cierto, una vez podrida no se atreve la persona a comerla, pero ya ha quedado podrida para siempre. Jesús quiere transmitirnos su convicción profunda de que al mal no se le puede vencer a base de odio y violencia. Al mal sólo se le vence con el bien. Quien siembra violencia cosechará más violencia. Aprender a perdonar sinceramente y dejar ir los rencores del pasado puede resultar muy difícil. Sin embargo, puede que no nos demos cuenta de que con los resentimientos estamos lastimándonos a nosotros mismos. Cargar con los enojos y heridas del pasado en la vida diaria, provoca en nosotros una angustia innecesaria. Dejemos ir el pasado antes de que sea demasiado tarde. Liberémonos de los rencores y aprendamos a perdonar. Tú mereces paz y felicidad. Sólo tienes una vida, vívela plenamente.

Nosotros parecemos escandalizarnos con la práctica que tenía el pueblo israelita en la llamada ley del talión que exigía “el ojo por ojo y diente por diente”. Aunque pudiera parecer una ley primitiva, su finalidad era proporcionar la pena en cuanto al delito, y con ello evitar una respuesta desproporcionada por la venganza. Era defensa de los más débiles para evitar abusos e injusticias. La aplicación de la pena, con barbarie, a lo largo de los siglos, no implica un defecto de la ley, sino un defecto de los aplicadores. Pero Cristo quiere romper la cadena que surge de las venganzas y los odios porque el mayor defecto de la violencia es que genera una espiral que destruye todo lo que engendra y en vez de disminuir el mal, lo aumenta. Quizás lo veamos prácticamente en el hogar o en las relaciones cercanas: cuando alguien recibe una ofensa, busca vengarse con una ofensa mayor, para que a su vez el ofendido trate de encontrar mayores castigos. Jesús no pretende precisar si en alguna circunstancia concreta la violencia pueda ser legítima. Sino que nos invita a luchar, trabajar y orar para que no lleguemos a esos extremos.

Muchos se quejan de que el Antiguo Testamento está lleno de violencia pero convendría que hoy nos detuviéramos a considerar con mucha calma lo que nos propone el libro del Levítico. Es una respuesta a este mundo tan saturado de violencia, de odios, y de dudas; y a personas tan sumidas en las luchas agresivas por superar al otro, por destruir al otro, como único camino para salir adelante. Su propuesta es: “Sean santos porque yo, el Señor, soy santo”, pero no es una afirmación ambigua, ni pretende una santidad estereotipada que nos aleja del mundo, sino que se traduce en actitudes muy concretas: “No odies a tu hermano ni en lo secreto de tu corazón… no te vengues ni guardes rencor… ama a tu prójimo como a ti mismo”. ¿Está claro en qué consiste la santidad? Si reconocemos que tenemos un Dios que es bueno como el pan que a todos alimenta, que para todos se reparte, y si se nos invita a parecernos a Él, la santidad no quedará en aislamientos ni indiferencias. La santidad será como el sol que cada día, con una terca insistencia, pretende iluminar y dar calor a todos los humanos, sin hacer distinción de razas, de colores o de estados de ánimo. Así es nuestro Dios y así nos invita a vivir. Jesús retomará esta invitación y nos dirá que el amor al enemigo se basa en que somos hijos del Padre Celestial que manda su lluvia sobre justos e injustos. ¿Queremos parecernos a Papá Dios? Ahí tenemos el camino: el amor a los enemigos.

San Pablo no se queda atrás en sus propuestas: “¿No saben ustedes que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?”. ¿Cómo podemos vivir con apatía e indiferencia? No somos poca cosa. Dios no hace basura y nos ha formado con gran dignidad. Valemos mucho como personas. Si no nos amamos nosotros, ¿cómo vamos a amar a los demás? El amor al prójimo está basado en el amor a nosotros mismos, pero necesitamos reconocer la propia dignidad. Y no se trata de falsos orgullos, sino de poner los cimientos de nuestro verdadero valor, a tal grado que San Pablo dice: “Ustedes son de Cristo”. Necesitamos vivir con esa dignidad reconociéndonos templos llenos de la presencia de Dios. Pero mi “enemigo” también es templo de Dios, también es amado por Dios. El otro no puede ser “enemigo”, es un ser humano, alguien que sufre y goza, que busca y espera. ¿Cómo amar o aceptar a personas injustas y violentas? Mi pregunta siempre será: ¿cómo los ama Dios? ¿Cómo da la vida Jesús también por ellos? La violencia nunca se solucionará con violencia.

A Cristo lo llamaron loco por proponer estas soluciones, pero son las únicas propuestas que de verdad pueden detener la violencia. La vocación del cristiano es una vocación a la locura y también a lo extraordinario. El amor cristiano nace de lo profundo de la persona, de saberse amado de Dios y quiere ser reflejo y expresión de ese amor del Padre que nos abraza a todos. Amar al prójimo significa hacerle bien pero también exige aceptarlo, respetarlo y descubrir lo que hay en él de presencia de Dios. El mal, a pesar de las apariencias, siempre será débil. El odio brota del miedo y se siente amenazado. La ofensa tiene necesidad de la venganza. En cambio el amor es la única fuerza capaz de cortar de raíz la violencia. Es urgente un “¡ya basta!” a la violencia y aceptar la propuesta de la no violencia que Cristo nos ofrece. La debilidad del amor es la única fuerza capaz de desarmar el mal.

Señor Jesús, que nos propones a Papá Dios como único modelo de amor y de paz, concédenos, que dejando las armas de la venganza y la violencia, nos arriesguemos a acompañarte en tu aventura de construir un mundo sin odios, un mundo de paz. Amén.

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