Señor, dame de esa agua para que no vuelva a tener sed (cfr. Jn 4, 5-42)

III Domingo de Cuaresma ciclo A

Como en tantas y tantas ocasiones, la samaritana acudía al pozo de su antigua tradición, buscando calmar una sed que esa agua no podía extinguir. Quizá también nosotros, anhelando satisfacer la sed de felicidad que llevamos dentro, hemos ido una y otra vez al lugar equivocado. Ya lo decía san Agustín: “las pasiones del mundo… como las aguas en el pozo… están en una profundidad oscura…cuando alguno llega hasta los placeres de esta vida, ¿no tiene sed de nuevo?”[1]

Así sucede cuando bebemos el agua del egoísmo relativista e individualista, que nos lleva a reducirnos a nosotros mismos y a los demás al rango de objeto de placer, de producción y de consumo. Cuando bebemos el agua de la soberbia, la avaricia, la ira, la envidia, el rencor, la “tranza”, la corrupción, el bullying, la violencia, la adicción al sexo, al juego, al alcohol y a la droga. Cuando bebemos el agua de la indiferencia hacia los demás, especialmente a los más necesitados.

Pero Jesús, enviado por el Creador de todas, se acerca a nosotros, como hizo con la samaritana, para decirnos lo mucho que está sediento de nuestra salvación ¡Él es la roca firme de la cual Dios hace brotar agua de vida, como lo anunció a través de Moisés[2]! Jesús, amándonos hasta el extremo de morir y resucitar, nos comunica el agua viva de su amor, el Espíritu Santo[3], que nos limpia del pecado y cura nuestra sed, haciendo nuestra vida plena en esta tierra y eternamente feliz en el cielo.

¡No endurezcamos el corazón ni seamos sordos a su voz![4] Por nuestro bien, digámosle como la samaritana: “Señor, dame de esa agua para que no vuelva a tener sed”. Esto implica tener presente que, para que Jesús pueda llenarnos de su amor, antes debemos vaciar nuestro corazón de la basura del pecado que nos limita, como hizo la samaritana, quien abandonó el cántaro en el brocal del pozo en señal de su determinación de liberarse de las malas pasiones, según explica san Agustín[5].

Entonces, libre y llena del amor divino, pudo ir a los suyos para ayudarles a encontrar al Mesías. Como a ella, decía Benedicto XVI, “Jesús nos espera, especialmente en este tiempo de Cuaresma, para hablarnos al corazón” [6]. Nos espera en su Iglesia, a través de su Palabra, los sacramentos –especialmente la Eucaristía– y la oración. Así, habiéndolo encontrado, podremos ir a los nuestros; la esposa, el esposo, los hijos, papá, mamá, los hermanos, la novia, los amigos, los vecinos, los compañeros de estudio o de trabajo, y la gente que nos rodea, para dar testimonio de Jesús, el único que puede hacer la vida plena y eternamente feliz.

[1] In Ioannem, tract. 15.

[2] Cfr. 1ª Lectura: Ex 17,3-7

[3] Cfr. 2ª Lectura: Rm 5,1-2, 5-8.

[4] Cfr. Sal 94

[5] Lib 83, quaest. qu. 64.

[6] Angelus, 27 de marzo de 2010.

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