¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (cfr. Mt 21,1-11 y 26,14-27,66)

Con el Domingo de Ramos, en el que contemplamos a Jesús entrando a Jerusalén para unirse a Dios y dar su vida para hacernos libres y elevarnos a la altura de la vida plena y eterna de Dios, iniciamos la Semana Santa, en la que recordamos, actualizamos y vivimos el triunfo del amor. Por eso, san Andrés de Creta nos exhorta: “Salgamos al encuentro de Cristo”[1].

¡Cuánto necesitamos de Él! Porque el mal y la muerte, que entraron en el mundo a causa del pecado cometido por los primeros seres humanos, nos jalan hacia abajo; hacía el egoísmo y el relativismo que reducen a las personas al rango de objetos de placer, de producción o de consumo, con las consecuencias que hoy nos afectan a todos: cultura de la muerte, soledad, sinsentido, desintegración familiar y social, bullying, injusticia, pobreza, corrupción, impunidad, inseguridad, violencia ¡tantas cosas!

Necesitamos de Jesús, en quien Dios, creador de todas las cosas, se abaja hasta nosotros para elevarnos a la altura de su vida libre, plena y eterna, como nos dice san Pablo[2]. ¿Cómo lo hace? Con la fuerza del verdadero poder: el amor. Precisamente es el amor lo que hace que Jesús, escuchando la voluntad del Padre, acepte amar hasta el extremo de padecer y morir para salvarnos, como anunciaba el profeta Isaías[3].

Él, recuerda el Papa Francisco, “se hace cercano… como un amigo, como un hermano… como rey… como faro luminoso de nuestra vida… con Él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles”[4]. Jesús viene para liberarnos del pecado, del mal y de la muerte. Viene a comunicarnos su Espíritu de Amor, convocarnos en su familia la Iglesia, mostrarnos el camino del verdadero progreso, y hacernos hijos de Dios ¡partícipes de su vida plena y eternamente feliz, que consiste en amar!

En su dolorosa pasión nos enseña cómo ser libres; cómo vivir plena y eternamente con identidad y dignidad; y cómo contribuir al desarrollo integral del mundo. Él, que fue traicionado por un amigo, abandonado por sus íntimos, calumniado, humillado, golpeado, azotado, coronado de espinas, injustamente condenado, despojado, clavado en la cruz, y que se sintió abandonado incluso por Dios, no dejó que los estados de ánimo y las circunstancias le arrebataran su identidad.

Jesús permaneció fiel a su identidad de Hijo Dios, y se dirigió a Él con toda confianza y esperanza[5]. No nos condicionó su amor, sino que siguió amándonos hasta dar su vida para darnos vida ¡No se dejó vencer por el mal, sino que venció al mal con el bien! Y fue tal su testimonio de fe, esperanza y amor, que el oficial romano exclamó: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios”.

Muriendo en la cruz y entregándonos su Espíritu, Jesús nos demuestra que el verdadero poder, capaz de vencer al pecado, al mal y a la muerte, y de hacer triunfar la verdad, el bien y la vida es el amor. En la Eucaristía, sacramento que nos regala para que podamos participar del poder salvífico de su sacrificio[6], nos comunica la fuerza de su amor que nos une a Dios para que, viviendo con libertad e identidad, construyamos juntos un mundo en el que todos puedan alcanzar una vida plena y eternamente feliz. Que la Virgen María interceda por nosotros para que lo hagamos así.


[1] Disertación 9, Sobre el Domingo de Ramos.

[2] Cfr. 2ª Lectura: Flp 2, 6-11.

[3] Cfr. 1ª Lectura: Is 50, 4-7: “El Señor me ha hecho oír sus palabras y yo no he opuesto resistencia”.

[4] Homilía en el Domingo de Ramos, 24 de marzo de 2013, n. 1.

[5] Cfr. Sal 21.

[6] Cfr. JUAN PABLO II, Ecclesia de Eucharistia, nn. 12-15.

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