Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha (cfr. Mt 13, 24-28)

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

XVI Domingo Ordinario, ciclo A

En el mundo conviven el bien y el mal, no cabe duda. Y pareciera que los malos, que son muchos, ganan la partida a los pocos buenos que quedan. La violencia, la pobreza, la injusticia, la corrupción, la impunidad, el individualismo, la indiferencia y los daños a la ecología se extienden por doquier.

El relativismo, la mentira, la pornografía y las adicciones se expanden como epidemia. En los matrimonios y las familias crecen el egoísmo, la infidelidad, las faltas de respeto, el chantaje, los chismes y el rencor. Como decía Cervantes, parece que vence “el vicio a la virtud” y “la arrogancia a la valentía”[1].

¿Porqué permite Dios tanto mal? ¿Será más poderoso el mal que el bien? Hoy Jesús responde a estas interrogantes haciéndonos ver que Dios es el mismísimo bien y que todo lo que sale de Él es bueno[2]. El mal fue sembrado en el mundo cuando la humanidad, responsable de la creación, se “durmió” al desconfiar de Dios y le abrió la puerta al demonio, como explica san Agustín[3].

Desde entonces, como señala el Papa, “la inequidad es cada vez más patente”[4]. Pero Dios, que cuida amorosamente de todas las cosas, no permite que la cizaña aniquile el trigo, que es la buena semilla que su Hijo Jesús ha sembrado en el mundo. Él, que es misericordioso, da tiempo a los pecadores para que dejen crecer esa buena semilla[5]. Sin embargo, llegará el momento en que cada uno vaya a lo suyo: los justos al Reino de su Padre, y los que hicieron el mal, al llanto y la desesperación.

Es verdad que mientras llega ese día, este Reino parece débil y pequeño. Quizá lo sintamos así, incluso al ver cómo nuestros deseos de ser mejores combaten con nuestras pasiones y debilidades. No obstante, esa semilla que Dios ha puesto en nosotros desde nuestro bautismo, va creciendo poco a poco. Y si somos pacientes y la alimentamos con su Palabra, los sacramentos y la oración, crecerá tan grande y robusta, que será capaz de comunicar fe, consuelo y amor a los que nos rodean.

¡Confiemos en la ayuda del Espíritu Santo[6]! Él, haciéndonos entender estas cosas[7], nos permite mirar más allá de lo inmediato para que, ante un mundo que parece “de cabeza”, en lugar de quejarnos, seamos “levadura” que “fermente” nuestro matrimonio, nuestra familia, nuestro noviazgo y nuestra sociedad, comprendiendo que “la única verdad capaz de contrarrestar el mal es que Dios es misericordia”[8].

Así lo hizo Camilo de Lelis, quien después de una vida descarriada, se dejó amar por Dios, mejoró y se dedicó a hacer algo por los demás, fundando a los “Siervos de los Enfermos”. ¿Qué hubiera pasado si antes de eso lo hubieran “cegado”? Que muchos no habrían recibido el beneficio de su obra. San Camilo, con su ejemplo, es fermento que nos enseña que nunca es tarde para mejorar y edificar una sociedad más humana, de modo que, cuando llegue el momento, todos podamos brillar como el sol en el Reino de Dios, nuestro Padre.


[1] Don Quijote de la Mancha, Ed. Del IV Centenario, Ed. Santillana, México, 2005, 2ª Parte, Cap.I, p. 556.

[2] Cfr. Sal 85.

[3] Cfr. Quaestiones evangeliorum”, 11.

[4] Evangelii Gaudium, n. 52.

[5] Cfr. 1ª. Lectura: Sb 12,13. 16-19.

[6] Cfr. 2ª Lectura: Rm 8, 26-27.

[7] Aclamación: Mt 11,25.

[8] JUAN PABLO II, Memoria e Identidad, Ed. Ed. Planeta, México, 2005, p. 17.

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