Educación y concordia para construir la Patria de todos

de Alberto Suárez Inda
Arzobispo de Morelia

Palabra del Obispo

Domingo 21 de Septiembre de 2014

Este domingo 21 de septiembre es el Día Internacional de la Paz. La situación actual en el planeta es de tantas enemistades y violencias, que el papa Francisco ha llegado a afirmar que de hecho estamos viviendo ya una tercera guerra mundial por pedazos. De forma reiterada y vehemente, el Santo Padre grita al mundo entero denunciando las atrocidades que están sufriendo muchos pueblos a causa de ambiciones, odios e intereses mezquinos.

La paz es una de las aspiraciones más hondas del ser humano, pero al mismo tiempo una realidad siempre frágil y expuesta a toda clase de amenazas que la socavan desde sus cimientos. Tristemente, en el corazón humano anidan las envidias, los rencores y el desprecio del hermano desde el principio de la historia.

Ya la ley del talión: “ojo por ojo, diente por diente”, intentaba moderar las exageraciones de Lamec: “por cada golpe o herida, mataré a un hombre… si la venganza de Caín valía por siete, la de Lamec valdrá por setenta y siete” (Gn 4,23-24). Es lo que llamamos “la espiral de la violencia” que, una vez desatada, parece imparable.

Sin embargo, los cristianos debemos mantener la convicción de que la paz es posible y que la guerra no es una fatalidad inevitable. Desde que los profetas anunciaban la venida de Cristo se proclamaba que “de las espadas se forjarán arados; de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra. Al Niño que ha de nacer se le llamará ‘Príncipe de la Paz’” (Isaías, capítulos 2 y 9).

La enseñanza fundamental de Jesús se opone a la violencia al pedirnos que amemos a los enemigos y estemos siempre dispuestos a perdonar. Así es como el hombre se asemeja a Dios y alcanza una dignidad y un nivel de vida superiores. El rechazo de la violencia homicida y sangrienta supone no aceptar ni las formas menores de violencia como pueden ser los insultos o maldiciones. El testamento supremo del Señor quedó de manifiesto en la promesa de la última cena: “Mi paz les dejo, mi paz les doy; una paz que el mundo no les puede dar” (Jn 14, 27).

Pero no se nos da la paz como algo ya acabado que no requiera de nuestra responsabilidad. Debemos acoger el don de la paz cultivándola, acrecentándola, extendiéndola. Ser artífices de la paz es muy distinto a ser pasivos o pusilánimes; se requiere tomar iniciativas, hacer esfuerzos continuos, dejar la tranquilidad y arriesgarse a construirla y reconstruirla sin cesar.

La historia humana tiene su futuro en Dios, no está condenada a la destrucción ni a la muerte. El papa Benedicto XVI nos enseñó que la esperanza fundada en la Resurrección del Señor “es un poderoso recurso social al servicio del desarrollo humano en la libertad y la justicia”. Si creemos en Cristo, Rey de Justicia y de Paz, confiaremos en que el esfuerzo diario y paciente en favor de la paz no será vano.

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