I. Contemplamos la Palabra
Lectura del libro del Apocalipsis 5,1-10:
Yo, Juan, a la derecha del que estaba sentado en el trono vi un rollo escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos. Y vi a un ángel poderoso, gritando a grandes voces: «¿Quién es digno de abrir el rollo y soltar sus sellos?»
Y nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el rollo y ver su contenido. Yo lloraba mucho, porque no se encontró a nadie digno de abrir el rollo y de ver su contenido.
Pero uno de los ancianos me dijo: «No llores más. Sábete que ha vencido el león de la tribu de Judá, el vástago de David, y que puede abrir el rollo y sus siete sellos.»
Entonces vi delante del trono, rodeado por los seres vivientes y los ancianos, a un Cordero en pie; se notaba que lo hablan degollado, y tenía siete cuernos y siete ojos –son los siete espíritus que Dios ha enviado a toda la tierra–. El Cordero se acercó, y el que estaba sentado en el trono le dio el libro con la mano derecha. Cuando tomó el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante él; teman cítaras y copas de oro llenas de perfume –son las oraciones de los santos–.
Y entonaron un cántico nuevo: «Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra.»
Sal 149 R/. Has hecho de nosotros para nuestro Dios un reino de sacerdotes
Cantad al Señor un cántico nuevo,
resuene su alabanza en la asamblea de los fieles;
que se alegre Israel por su Creador,
los hijos de Sión por su Rey. R/.
Alabad su nombre con danzas,
cantadle con tambores y cítaras;
porque el Señor ama a su pueblo
y adorna con la victoria a los humildes. R/.
Que los fieles festejen su gloria
y canten jubilosos en filas:
con vítores a Dios en la boca;
es un honor para todos sus fieles. R/.
Lectura del santo evangelio según san Lucas 19,41-44:
En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: «¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida.»
II. Compartimos la Palabra
“Vi un Cordero en pie con señales de haber sido degollado”
El capítulo 5 del Apocalipsis, del que se ha tomado la lectura de hoy, forma parte de las visiones proféticas, visiones llenas de simbolismo, grandiosas y sencillas al mismo tiempo. Constituyen el preludio del “Gran día” en el que la ira de Dios caerá sobre los paganos perseguidores.
Juan nos presenta a un Cordero degollado pero en pie. Es Cristo que ha sido inmolado por la salvación del pueblo elegido. Lleva la huellas del suplicio, pero está en pie, triunfante, vencedor de la muerte y por eso asociado a Dios como dueño de toda la humanidad.
Dios ha entregado al Cordero los destinos del mundo. El Cordero es el único digno de abrir el libro, romper sus sellos y leer su contenido. Toda la vida del hombre y el acontecer del mundo están envueltos en un gran misterio, son como ese libro cerrado con siete sellos.
Necesitamos que venga Cristo y dé sentido a nuestra vida, porque sin Él fácilmente podemos caer en la desesperación ante lo que se escapa a la razón humana.
Necesitamos que la luz de Cristo ilumine nuestro interior, hasta los rincones más profundos, para que se abran nuestros ojos y seamos introducidos en el gran misterio de salvación al que hemos sido llamados por el bautismo. Somos un pueblo sacerdotal, todos participamos del sacerdocio universal de Cristo porque hemos sido lavados con la sangre del Cordero y revestidos con sus vestiduras blancas el día de nuestro bautismo.
Estamos llamados a servir a Dios y a reinar sobre la tierra, o sea, a no dejarnos esclavizar por las cosas terrenas, sino que Cristo sea el centro y motor de nuestra vida. Sólo así, podremos, llenos de alegría, entonar el cántico nuevo al que se refiere la Escritura.
¡Si comprendieras lo que conduce a la paz!
Muy pocas veces nos dice la Escritura que Jesús llorara. Sus lágrimas nos muestran a un Jesús humano, capaz de compadecerse de la debilidad del hombre, hasta llorar al verlo sumido en el error.
Jerusalén, la ciudad que tanto amó Jesús y que lo había aclamado momentos antes como el que viene en nombre del Señor, había sido testigo de muchos milagros, sin embargo, la dureza de su corazón le impidió reconocerlo como Mesías, portador de la paz verdadera. La paz, es el don mesiánico por excelencia, pero como todo don lleva implícito una tarea, hay que abrirse a ella y acogerla. Y el pueblo de Jerusalén no es un pueblo bien dispuesto, por eso Jesús llora, porque ve que se acerca su destrucción.
Esta escena no nos es lejana, ni extraña, no es difícil encontrar personas que se cierran a la gracia, y andan por la vida dando palos de ciego, sin acertar con el camino. Ante ello debemos sentir la urgencia de ayudarlos a que se acerquen al Señor y puedan gozar de su paz.
También nosotros, los cristianos, tenemos que estar alerta para vivir una vida digna de nuestro nombre. Podemos aclamar al Señor con la boca y no hacerle la ofrenda de nuestra voluntad, si decimos que Él es el Señor tenemos que dejarle que lo sea. Nuestra vida está en sus manos y fuera del camino que Él ha trazado no hay vida verdadera. Si nos abrimos a su gracia podremos descubrir en todo momento su presencia, porque el Señor viene en cada hombre y en cada acontecimiento, y viene con su paz.
MM. Dominicas
Monasterio de Sta. Ana (Murcia)