Velen, pues no saben a qué hora regresará el dueño de la casa (cfr. Mc 13, 33-37)

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

I Domingo de Aviento, ciclo B

Nuestro país está en crisis. La inequidad, la injusticia, la corrupción, la impunidad, las complicidades y la indiferencia nos han sumido en la violencia, el temor y la desesperación. Pero todos, poniendo de nuestra parte, podemos hacer que las cosas mejoren.

Benedicto XVI decía que el presente, aunque sea difícil, se puede vivir si lleva hacia una meta tan grande, “que justifique el esfuerzo del camino”[1]. ¡Sabemos que esa meta existe y que podemos llegar a ella! ¡Por eso el distintivo de los cristianos es la esperanza!

Esa esperanza se funda en Jesús, en quien nuestro Padre Dios ha rasgado los cielos y ha bajado a nosotros[2], para entrar en este mundo que Él creó[3], y, hecho uno de nosotros, rescatarnos del pecado, del mal y de la muerte, comunicarnos su Espíritu, reunirnos en su Iglesia y hacernos hijos suyos, ¡partícipes de su vida plena y eterna!

Por eso san Pablo afirma que carecemos de nada los que esperamos la manifestación de Jesucristo[4], en quien Dios nos tiende su mano, que a nosotros toca estrechar. Para ayudarnos a hacerlo, Él nos regala a través de su Iglesia el Año Litúrgico –que comienza este primer Domingo de Adviento–, durante el cual acompañaremos a su Hijo, desde su encarnación, su nacimiento, su vida, su pasión, su muerte, su resurrección y su ascensión al Cielo, desde donde nos envía al Espíritu Santo.

Así, con su ayuda, podremos “Velar y estar preparados”, como el propio Jesús nos aconseja, de modo que cuando Él vuelva, pueda llevarnos a la dicha la dicha total y sin final, para la que Dios nos ha creado y salvado.

Se trata de que, unidos a Él en su Iglesia, meditando su Palabra, recibiendo sus sacramentos –especialmente la Eucaristía– y haciendo oración, vivamos intensamente cada día, dando lo mejor de nosotros en nuestro matrimonio, en nuestra familia, en nuestro noviazgo, en nuestra parroquia, en nuestros ambientes de amistades, de vecinos, de estudios, de trabajo, en nuestra comunidad y en nuestra sociedad

¿Cómo hacerlo? Observando nuestros derechos y deberes, tratando a todos con justicia, respeto, comprensión, equidad y de manera solidaria, de tal modo que contribuyamos a un desarrollo integral, del que nadie quede excluido.

Conscientes de esto, hoy suplicamos a Dios que nos muestre a Jesús, “misericordia que nos salva”[5]. Lo hacemos con la misma convicción de san Agustín, quien lleno de esperanza, exclamaba: “Cuando yo me adhiera a Ti, con todo mí ser… mi vida será realmente viva, llena toda de Ti”[6].


[1] Spe Salvi, n. 1.

[2] Cfr. 1ª Lectura: Is 63, 16-17. 19; 64, 2-7.

[3] Cfr. Sal 79.

[4] Cfr. 2ª Lectura: 1 Cor 1, 3-9.

[5] Cfr. Aclamación: Sal 84,8.

[6] SAN AGUSTÍN, “Confesiones”, 10, 26, 37.

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