II Domingo de Adviento, ciclo B

Papa: 
Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Este domingo marca la segunda etapa del Tiempo de Adviento, un tiempo estupendo que despierta en nosotros la espera del regreso de Cristo y la memoria de su venida histórica. La liturgia de hoy nos presenta un mensaje lleno de esperanza. Es la invitación del Señor expresada por la boca del profeta Isaías: «Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice su Dios» (40,1). Con estas palabras se abre el Libro de la consolación, en la cual el profeta dirige al pueblo en exilio el anuncio gozoso de la liberación. El tiempo de la tribulación ha terminado; el pueblo de Israel puede ver con confianza hacia el futuro: le espera finalmente el regreso a su patria. Y por eso es la invitación a dejarse consolar por el Señor.

Isaías se dirige a la gente que ha atravesado un periodo oscuro, que ha sufrido una prueba muy dura; pero que ahora ha llegado el tiempo de la consolación. La tristeza y el miedo pueden dejar lugar a la alegría, porque el Señor mismo guiará su pueblo en la vía de la liberación y de la salvación. ¿De qué modo hará todo esto? Con la diligencia y ternura de un pastor que cuida su rebaño. De hecho, Él dará unidad y seguridad al rebaño, lo hará pastar, reunirá a las ovejas perdidas, dará particular atención a las más frágiles y débiles (v. 11). Esta es la actitud de Dios hacia nosotros sus creaturas. Por eso el profeta invita a quien lo escucha – incluso a nosotros, hoy – a difundir entre el pueblo este mensaje de esperanza: mensaje que el Señor nos consuela. Y hagan lugar a la consolación que viene del Señor.

Pero no podemos ser mensajeros de la consolación de Dios si nosotros no experimentamos en primer lugar la alegría de ser consolados y amados por Él. Esto sucede especialmente cuando escuchamos su Palabra, el Evangelio, que debemos llevar en el bolsillo: no se olviden de esto, ¡eh! El Evangelio en el bolsillo o en la bolsa, para leerlo continuamente. Y esto nos da consolación: cuando permanecemos en oración silenciosa en su presencia, cuando lo encontramos en la Eucaristía o en el sacramento dl perdón. Todo esto nos consuela.

Dejemos entonces que la invitación de Isaías - «Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice su Dios» - resuene en nuestro corazón en este tiempo de Adviento. Hoy se necesita personas que sean testigos de la misericordia y de la ternura del Señor, que sacuda a los resignados, que reanime a los desanimados, que encienda el fuego de la esperanza. ¡Él enciende el fuego de la esperanza! No nosotros. Tantas situaciones exigen nuestro testimonio consolador. Ser personas alegres, consoladas. Pienso a cuantos están oprimidos por sufrimientos, injusticias y abusos; a cuantos son esclavos del dinero, del poder, del suceso, de la mundanidad. ¡Pobrecitos! “Tienen falsas consolaciones, no la verdadera consolación del Señor! Todos estamos llamados a consolar a nuestros hermanos, dando testimonio que sólo Dios puede eliminar las causas de los dramas existenciales y espirituales- ¡Él lo puede hacer! ¡Es potente!

El mensaje de Isaías, que resuena en este segundo domingo de Adviento, es un bálsamo sobre nuestras heridas y un estímulo para preparar con empeño el camino del Señor. El profeta, de hecho, habla hoy a nuestro corazón para decirnos que Dios olvida nuestros pecados y nos consuela. Si nosotros confiamos en Él con un corazón humilde y arrepentido, Él destruirá los muros del mal, llenará los vacíos de nuestras omisiones, allanará las montañas de la soberbia y de la vanidad y abrirá el camino del encuentro con Él. Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser consolados. Al contrario, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Saben por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio, en la consolación es ¡el Espíritu Santo el protagonista! Es Él quien nos consuela, es Él quien nos da la valentía para salir de nosotros mismos, es Él quien nos lleva a la fuente de toda verdadera consolación, es decir el Padre. Y esto es la conversión. ¡Por favor déjense consolar por el Señor! ¡Déjense consolar por el Señor!

La Virgen María es la “vía” que Dios mismo se ha preparado para venir al mundo. Confiemos a Ella la espera de la salvación y de la paz de todos los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.