¡TRISTEZA Y LLANTO EN LA ENTRADA TRIUNFAL MESIÁNICA!

Han transcurrido cuarenta días de exigente y emotiva preparación, en los que la Iglesia Católica ha despertado en sus miembros un anhelo gozo, por las solemnidades pascuales en las que celebramos la muerte y resurrección de Jesucristo. Hoy es Domingo de Ramos. Día con el cual da comienzo a la Semana Santa. Llamada así por los sucesos trascendentales que en ella se realizaron. En este primer día recordamos la entrada triunfal de Cristo como REY MESIANICO en la ciudad de Jerusalén. Era rey pero nunca había montado, ni poseía carros de guerra, ni adornados elefantes, ni briosos corceles, ni literas de finos cortinados. Zacarías había profetizado: “Digan a la Hija de Sión: He aquí que tu rey viene a tí, manso, sentado sobre un asno”. Y así para cumplir la profecía, Jesús manda buscar un pollino el cual es preparado en forma improvisada para que Jesús inicie su primer triunfo popular como “PRINCIPE DE PAZ”. Como rey justo y salvador: humilde y pacífico, cuya insignia es la mansedumbre; fuerza vital de los grandes con la que superan como una cima luminosa, a la amarga violencia y a la tibia debilidad. Mansedumbre que es solidez del hombre firme sobre sus bases, no para defenderse, sino para darse. El que posee la mansedumbre, es siempre un ser en estado de entrega. Ser manso es mantenerse sereno ante las embestidas de la vida; antes los triunfos o fracasos e implica una gran capacidad de aguante para resistir indefinidamente. En los mansos han arraigado el silencio, la humildad y la bondad. Así entró Jesús en la ciudad de David como Rey lleno de mansedumbre. Un día huyó de las turbas, que querían hacerle rey, no porque no lo fuera, sino porque no era como ellos lo querían: “un rey de pan”; un mesías político y temporal que diera desquite militar y creara una antítesis al Estado Romano y los liberara de su dominación. Que brindara un periodo de abundancia y tranquilidad, libre de toda pena material y de toda inquietud. Para este pueblo, que había hecho de su religión, política; el yugo del pecado le era menos gravoso, que el extranjero. Aunque montado en un asno, su entrada fue triunfal. El pueblo, le brinda una apoteótica recepción; llevando en sus manos ramos de palma que tremolaban al paso de Jesús.

Sin embargo dentro de aquel triunfo, Jesús lloró. Jesús derramó lágrimas en dos ocasiones: En la muerte del amigo Lázaro y ante la ciudad amada de Jerusalén. En esta ocasión lloró por aquel pueblo escogido para ser el primer beneficiario de la redención, pero le cerró las puertas de su corazón y lo rechazó. Israel vivió al vivo y con enorme intensidad los acontecimientos históricos de la Redención, mucha más vivo y con una presencialidad más directa y física que la que pueden ofrecernos hoy las ceremonias litúrgicas. Sin embargo no logró penetrar en el misterio pascual de aquella pasión, muerte y Resurrección redentoras. Dramatizó la redención, pero quedó en la cuneta de la obra redentora. Rechazó a Jesús porque había dicho que su reino no era de este mundo; que no estaba limitado por horizontes temporales; que no era una potencia terrena y que no había venido a crear una revolución en la economía, higiene o política. Siempre ha habido gente, que quiere hacer del Evangelio, una crónica de una misión filantrópica y simples lecciones de humanitarismo. Cosa que es totalmente absurda. Porque la Misión de Cristo en el mundo no tiene como fin primordial hacer desaparecer las angustias espirituales y materiales que aquejan a la humanidad, y no es que le falte poder para ello; sino porque no considera que éstas sean el máximo mal. Hay algo más importante para el hombre. Una cosa que si preocupa, es la pérdida del sentido exacto de los valores eternos a los cuales está llamado primeramente. Una ceguera en este aspecto, hace que el hombre viva en una fatigosa y estéril lucha, por conseguir los bienes relativos, pero contento y a gusto, aplastado por la carga de sus propios errores. No tenemos derecho a invertir el imperativo de Cristo: “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia y lo demás vendrá por añadidura” (Mt. VI, 33).Jesús lloró en su triunfo Mesiánico, por la dureza de aquel pueblo, en no aceptar que la salvación, no consistía en la pura liberación política o económica; sino en un rescate de la esclavitud del pecado. La salvación cristiana consiste principalmente en una revolución interna de carácter espiritual, que produzca una sincera y auténtica conversión. Cristo se acercó y se asemejó al hombre, con un objetivo sobrenatural; no para acceder a las ambiciones naturales de los hombres, que frecuentemente son totalmente equivocadas. Nos habla de que el obstáculo para ser feliz no son tanto unas estructuras políticas o económicamente desagradables; sino un corazón duro, envejecido en el pecado, duro para el amor y para la misericordia; Jesús dice a Nicodemo que se requiere un nuevo nacimiento, para poder llegar a Dios. Y, esto, implica una revolución interna, de mente y espíritu. Hoy también hay muchos que piensan como los judíos, que la salvación está en un plano superficial; en cambio de estructuras, y no del corazón. ¡Quieren quitar el efecto sin quitar la causa! Cambian de foco sin corregir el corto. Deben entender, que Cristo va a la raíz del problema: Al corazón. Injusticias, exploración, adulterio, calumnias, odio, venganza, etc., son efectos y no causas; nacen de un corazón malo. Pero, si se logra que éste cambie, entonces otros serán los efectos. A Jesús le preocupa hasta el grado de derramar lágrimas mesiánicas en aquel Domingo de Ramos, no porque no tengan que comer o que vestir, sino por su resistencia a la conversión. Hay que ir pues a la causa, y tratar de corregirla. Las lágrimas de Jesús son tan elocuentes, que solamente un corazón ensoberbecido hasta lo máximo es capaz de permanecer insensible. En esta solemnidad que subraya en forma especial la mesianidad de Jesús, profundicemos en el misterio de su llanto, como vivencia de su caridad redentora y sacerdotal. Ojalá que nuestra conducta, no sea causa de que Jesús llore; por nuestra hipocresía, incomprensión, dureza de corazón, cerrazón incomprensible a su mensaje evangélico, lleno de amor y misericordia. El sigue saliendo a buscar a la oveja perdida, porque no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Todo depende de nuestra actitud, de nuestra respuesta a su llamamiento. Hay que tomar una decisión, afirmativa o negativa. Si es ésta, Jesús vuelve a llorar por nuestra cerrazón y estupidez; que no queremos aprovechar, su sacrificio salvífico. El, no destruye nuestra libertad, pero al rechazarlo, el hombre a si mismo se destruye. ¡Reflexionemos!