Queridos hermanos y hermanos, ¡buenos días!
Hoy quiero desarrollar la segunda parte de la reflexión sobre la figura del padre en la familia. La vez anterior he hablado del peligro de los padres “ausentes”, hoy quiero contemplar más bien el aspecto positivo. También San José fue tentado de abandonar a María, cuando descubrió que estaba embarazada; pero intervino el ángel del Señor que le reveló el plan de Dios y su misión de padre putativo; y José, hombre justo, tomó consigo a su mujer (Mt. 1, 24) y se convirtió en el padre de la familia de Nazaret.
Toda familia tiene necesidad de un padre. Hoy nos detenemos en el valor de su papel, y quisiera partir de algunas expresiones que se encuentran en el libro de los Proverbios, palabras que un padre dirige a su propio hijo, y dice así: Hijo mío, si tu corazón se hace sabio, se alegrará también mi corazón, y disfrutarán mis entrañas cuando tus labios hablen correctamente (Pr. 23, 15-16). No se puede expresar mejor el orgullo y la profunda emoción de un padre que reconoce haber transmitido al hijo lo que cuenta de verdad en la vida, o sea un corazón sabio. Este padre no dice: Estoy orgulloso de ti porque eres igual a mí, porque repites las cosas que digo y que hago”. No, no le dice simplemente cualquier cosa, le dice algo muy importante, que podríamos interpretar así: “Seré feliz cada vez que te vea actuar con sabiduría, y me conmoveré cada vez que te escuche hablar con rectitud. Esto es lo que he querido dejarte, para que se convierta en algo tuyo: la actitud de sentir y actuar, de hablar y juzgar con sabiduría y rectitud. Y para que tú puedas ser así, te he enseñado estas cosas que no sabías, he corregido los errores que no veías. Te he hecho sentir un afecto profundo y al mismo tiempo discreto, que tal vez no has reconocido plenamente cuando eras joven e inseguro. Te he dado un testimonio con rigor y firmeza que probablemente no entendías, cuando hubieras querido solamente complicidad y protección. He debido yo mismo, en primer lugar, poner a prueba la sabiduría del corazón y custodiar los excesos de sentimientos y resentimientos, para cargar con el peso de las inevitables incomprensiones y encontrar las palabras justas para darme a entender. Ahora – continúa el padre-, cuando veo que tú buscas ser así con tus hijos y con todos, quedo conmovido. Soy feliz de ser tu padre”. Esto es lo que dice un padre sabio, un padre maduro.
Un padre sabe bien cuanto cuesta transmitir esta herencia: cuanta cercanía, cuanta dulzura y cuanta firmeza. No obstante, ¡que consolación y recompensa se recibe, cuando los hijos rinden honor a esta herencia! Es una alegría que recupera todo cansancio, que supera toda incomprensión y que cura toda herida.
La primera necesidad, pues, es propiamente esta: que el padre esté presente en la familia. Que sea cercano a su esposa para compartir todo, las alegrías y los dolores, las fatigas y las esperanzas. Y que sea cercano a los hijos durante su crecimiento: cuando juegan y cuando se empeñan, cuando son despreocupados y cuando están angustiados, cuando hablan y cuando son callados, cuando son atrevidos y cuando tienen miedo, cuando dan un paso en falso y cuando recuperan su camino; padre presente, siempre. ¡Decir presente no es lo mismo que decir controlador! Porque los padres demasiado controladores anulan a los hijos, no los dejan crecer.
El Evangelio nos habla de ejemplaridad del Padre que está en los Cielos – solamente el que, dice Jesús, puede ser llamado verdaderamente “Padre bueno” (cf. Mc. 10, 18). Todos conocen aquella extraordinaria parábola llamada del “hijo pródigo”, o mejor del “padre misericordioso” que se encuentra en el Evangelio de Lucas en el capítulo 15 (cf. Lc. 15, 11-32). ¡Cuánta dignidad y ternura hay en la espera de aquel padre que está a la puerta de casa esperando que el hijo regrese! Los padres deben de ser pacientes. Tantas veces no hay otra cosa que hacer que esperar; orar y esperar con paciencia, dulzura, magnanimidad y misericordia.
Un buen padre sabe atender y sabe perdonar, desde lo profundo del corazón, Ciertamente sabe también corregir con firmeza: no es un padre débil, consentidor, sentimental. El padre que sabe corregir sin envilecer es el mismo que sabe proteger sin limitarse. Una vez escuché en una reunión de matrimonios a un papá decir: “Yo alguna vez debo pegarles un poco a mis hijos... pero nunca en la cara para no despreciarlos”. ¡Qué bello! Tiene sentido de la dignidad. Debe castigar pero lo hace de una manera justa, y sigue adelante.
Si entonces, existe alguien que puede explicar profundamente la oración del “Padre nuestro” enseñada por Jesús, éste es propiamente quien vive en primera persona la paternidad. Sin la gracia que viene del Padre que está en los Cielos, los padres pierden el coraje y abandonan el campo. Pero los hijos tienen necesidad de encontrar un padre que los espere cuando regresen de sus propios fracasos. Harán de todo para no admitirlo, para no mostrarlo, pero tienen esa necesidad; y no encontrarlo abre en ellos heridas difíciles de sanar.
La Iglesia, madre nuestra, se empeña en sostener con todas sus fuerzas la presencia buena y generosa de los padres en las familias, porque ellos son para las nuevas generaciones custodios y mediadores insustituibles de la fe en la bondad, de la fe en la justicia y en la protección de Dios, como San José.