V Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B

Papa: 
Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy (Mc 1, 29-39) nos presenta a Jesús, que después de haber predicado en la Sinagoga, cura a tantos enfermos. Predicar y curar: ésta es la actividad principal de Jesús en su vida pública. Con la predicación Él anuncia el Reino de Dios y con las curaciones demuestra que nos está cerca, que el Reino de Dios está en medio de nosotros.

Jesús, una vez entrado en la casa de Simón Pedro, ve que su suegra está en cama con la fiebre; inmediatamente le toma la mano, la cura y la hace levantar. Luego del ocaso, cuando terminado el sábado la gente puede salir y llevarle a los enfermos, sana a una multitud de personas afectadas por enfermedades de todo tipo: físicas, psíquicas y espirituales.

Jesús, venido al mundo para anunciar y salvar a cada hombre y a todos los hombres muestra una particular predilección por aquellos que están heridos en el cuerpo y en el espíritu: los pobres, los pecadores, lo endemoniados, enfermos y marginados, revelándose medico de almas y cuerpo, buen Samaritano del hombre”. Es el verdadero Salvador: Jesús salva, Jesús cura, Jesús sana.

Tal realidad de la curación de los enfermos por parte de Cristo nos invita a reflexionar sobre el sentido y el valor de la enfermedad. A esto nos llama la Jornada Mundial del Enfermo, que celebraremos el próximo miércoles 11 de febrero, memoria liturgia de la Beata Virgen María de Lourdes. Bendigo las iniciativas preparadas para esta Jornada, en particular la Vigilia que tendrá lugar en Roma en la tarde del 10 de febrero. Y aquí me detengo para recordar al Presidente del Pontificio Consejo para los Enfermos, para la salud, Mons. Zygmunt Zimowski, que es muy amado en Polonia. Una oración para él, por su salud, porque ha sido él que ha preparado esta jornada y él nos acompaña desde su sufrimiento en este día. Una oración para Mons. Zimowski.

La obra salvífica de Cristo no se termina con su persona y en el arco de su vida terrena, esta continúa mediante la Iglesia, sacramento del amor y de la ternura de Dios por los hombres. Jesús, enviando en misión a sus discípulos, les confiere un doble mandato: anunciar el Evangelio de la salvación y curar a los enfermos (cfr. Mt 10,7-8). Fiel a esta enseñanza, la Iglesia siempre ha considerado la asistencia a los enfermos parte integrante de su misión.
“Los pobres y los enfermos estarán siempre con ustedes”, enseña Jesús, (cfr. Mt 26,11) y la Iglesia continuamente los encuentra por su camino, considerando a las personas enfermas como un camino privilegiado para encontrar a Cristo, para acogerlo y para servirlo. Curar a un enfermo, acogerlo, servirlo, es servir a Cristo: el enfermo es la carne de Cristo.

Esto sucede también en nuestros tiempos, cuando no obstante los múltiples progresos de la ciencia, el sufrimiento interior y físico de las personas suscita fuertes interrogantes acerca del sentido de la enfermedad y del dolor y sobre el porqué de la muerte. Se trata de preguntas esenciales, a las cuales la acción pastoral de la Iglesia debe responder a la luz de la fe, teniendo ante los ojos el Crucifijo, en el cual aparece todo el misterio salvífico de Dios Padre, que por amor de los hombres no ha ahorrado a su propio hijo (cfr. Rm 8, 32).

Por lo tanto, cada uno de nosotros está llamado a llevar la luz de la Palabra de Dios y la fuerza de la gracia a aquellos que sufren y a cuantos los asisten, familiares, médicos, enfermeros, para que el servicio al enfermo se cumpla cada vez con más humanidad, con dedicación generosa, con amor evangélico, con ternura. La Iglesia madre, a través de nuestras manos, acaricia nuestros sufrimientos y cura nuestras heridas, y lo hace con ternura de madre.

Recemos a María, “Salud de los enfermos”, para que toda persona en la enfermedad pueda experimentar, gracias a la atención de quien le está cerca, la potencia del amor de Dios y la consolación de su ternura materna.
(Traducción del italiano: María Cecilia Mutual - RV)