de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM
II Domingo de cuaresma, ciclo B
Así como Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, subió a un monte alto y se transfiguró en su presencia, ahora, en esta Cuaresma, el Señor nos toma, en compañía de los hermanos y hermanas que formamos su Iglesia, para llevarnos a Dios, el único que puede hacer nuestra vida plena y eternamente feliz.
Fijemos los ojos del alma en Jesús, y miremos cómo se “transfigura” es decir, cómo nos muestra que quien está unido a Dios recibe la luz del amor y puede irradiarla a los demás. Por eso, Moisés y Elías, que representan la Ley Divina que Dios ha dado a su pueblo para que alcance la verdadera realización, y a los profetas que insistieron en la necesidad de seguir ese camino para encontrar a Dios, dan testimonio de que Él mismo viene a nosotros en Jesús.
De ahí que el Padre, que nos cuida con su Espíritu Santo, representado en la nube, nos diga: “Este es mi Hijo amado; escúchenlo”. ¡Escuchemos a Jesús, presente en su Iglesia, que nos habla en su Palabra, los Sacramentos –sobre todo la Eucaristía–, la oración y el prójimo! Así comprobaremos que, como ha dicho el Papa: “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”[1].
A veces nos sentimos solos y confundidos cuando comerciales, redes sociales y personas nos dicen que para ser “alguien” debemos lucir una figura fenomenal, vestir a la moda, tener el celular del momento, vivir experiencias emocionales y sexuales gratificantes, saborear la adrenalina de deportes extremos, hacer dinero a como dé lugar, y tener poder sobre la gente, sin importar si la reducimos al nivel de objeto de placer, de producción o de consumo; si la marginamos, la violentamos o somos indiferentes a sus necesidades y problemas.
También podemos sentirnos solos y desorientados cuando enfrentamos una enfermedad, una discapacidad, una depresión, una infidelidad, problemas en casa, la escuela, con los vecinos y en el trabajo. Cuando enfrentamos un mundo inequitativo, injusto, violento y plagado de corrupción, impunidad e indiferencia.
En medio de todo esto, el Padre, que nos libra de la muerte de una vida sin sentido y sin trascendencia[2], mostrándonos a Jesús, nos repite: “¡Escúchenlo!”[3]. Confiemos en Él, que está a nuestro favor. Como Abraham, quien consciente de que todo lo había recibido de su Señor, no le negó a su hijo único, Isaac. Entonces escuchó de Dios esta promesa: “multiplicaré tu descendencia… En tu descendencia serán bendecidos todos los pueblos de la tierra”[4].
De la descendencia de Abraham, Dios ha hecho nacer a su Hijo único, a quien entregó por nosotros para dárnoslo todo[5]: su amor, que nos hace salir adelante en medio de las tentaciones, problemas y sufrimientos, fijando la mirada en la eternidad feliz que nos aguarda.
Por eso, recordando las palabras de Pedro, “Maestro ¡qué a gusto estamos aquí!”, san Anastasio Sinaíta comenta: “¿Hay algo más dichoso, más elevado, más importante que estar con Dios, ser hechos conformes con Él, vivir en la luz?” [6]. Unidos a Dios, irradiemos la luz de divina del amor a los demás, preocupándonos y ocupándonos de la familia, de nuestra sociedad y de los más necesitados. Así nuestra vida será plena y eternamente dichosa.
[1] Evangelii Gaudium, 1.
[2] Cfr. Sal 115.
[3] Cfr. Aclamación: Mt 17, 5.
[4] Cfr. 1ª Lectura: Gn 22, 1-2, 9-13. 15-18
[5] Cfr. 2ª Lectura: Rm 8, 31-34.
[6] Sermón en el día de la Transfiguración del Señor, nn. 6-10