«Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos vuelve a proponer las palabras que Jesús dirigió a Nicodemo: ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único’ ( Jn 3,16). Escuchando esta palabra, dirigimos la mirada de nuestro corazón a Jesús Crucificado y sentimos dentro de nosotros que ¡Dios nos ama, nos ama de verdad, y nos ama tanto! He aquí la expresión más sencilla que resume todo el Evangelio, toda la fe, toda la teología: Dios nos ama con amor gratuito y sin límites. ¡Pero así nos ama Dios!
Este amor Dios lo demuestra ante todo en la creación, como proclama la liturgia, en la Plegaria eucarística IV «Has dado origen al universo para difundir tu amor sobre todas tus criaturas y alegrarlas con los esplendores de tu luz». En el origen del mundo está sólo el amor libre y gratuito del Padre. San Ireneo, un santo de los primeros siglos, escribe: Dios no creó a Adán porque tenía necesidad del hombre, sino para tener alguien a quien donar sus beneficios’ (Adversus haerenses, IV, 14,1) ¡Es así, el amor de Dios es así!
Así prosigue la Plegaria eucarística IV: ‘Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca’. ¡Y ha venido con su misericordia! Como en la creación, también en las etapas sucesivas de la historia de la salvación resalta la gratuidad del amor de Dios: El Señor elige a su pueblo no porque se lo merezca – y le dice así: ‘Yo te he elegido precisamente porque eres el más pequeño entre todos los pueblos. Y cuando vino ‘la plenitud del tiempo’ a pesar de que los hombres hubieran quebrantado tantas veces la alianza, Dios, en lugar de abandonarlos, estrechó con ellos un vínculo nuevo, en la sangre de Jesús – el vínculo de la nueva y eterna alianza – un vínculo que nada podrá quebrar nunca.
San Pablo nos recuerda: ‘Dios, rico en misericordia, - no lo olviden nunca: es rico en misericordia - por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo’ (Ef 2,4). La Cruz de Cristo es la prueba suprema del amor de Dios por nosotros: Jesús nos ha amado ‘hasta el fin’ (Jn 13,1), es decir no sólo hasta el último instante de su vida terrenal, sino hasta el extremo límite del amor. Si en la creación, el Padre nos ha dado la prueba de su inmenso amor donándonos la vida, en la pasión y muerte de su Hijo nos ha dado la prueba de las pruebas: ha venido a sufrir y a morir por nosotros. ¡Y ello por amor: tan grande es la misericordia de Dios! Porque nos ama, nos perdona. Con su misericordia Dios perdona todos y Dios perdona siempre.
¡Que María, que es Madre de Misericordia, nos ponga en el corazón la certeza de que somos amados por Dios. Que esté cerca de nosotros en los momentos de dificultad y nos done los sentimientos de su Hijo, para que nuestro itinerario cuaresmal sea experiencia de perdón, de acogida y de caridad!
(Traducción del italiano: Cecilia de Malak RV)