Lecturas del viernes, tercera semana de Pascua, ciclo B

Pastoral: 
Litúrgica
Date: 
Vie, 2015-04-24

I. Contemplamos la Palabra

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 9, 1-20

En aquellos días, Saulo seguía echando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor. Fue a ver al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, autorizándolo a traerse presos a Jerusalén a todos los que seguían el nuevo camino, hombres y mujeres. En el viaje, cerca ya de Damasco, de repente, una luz celeste lo envolvió con su resplandor. Cayó a tierra y oyó una voz que le decía: - «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Preguntó él: - «¿Quién eres, Señor?» Respondió la voz: - «Soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate, entra en la ciudad, y allí te dirán lo que tienes que hacer.» Sus compañeros de viaje se quedaron mudos de estupor, porque oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía. Lo llevaron de la mano hasta Damasco. Allí estuvo tres días ciego, sin comer ni beber. Había en Damasco un discípulo, que se llamaba Ananías. El Señor lo llamó en una visión: - «Ananías.» Respondió él: - «Aquí estoy, Señor.» El Señor le dijo: - «Ve a la calle Mayor, a casa de judas, y pregunta por un tal Saulo de Tarso. Está orando, y ha visto a un cierto Ananías que entra y le impone las manos para que recobre la vista.» Ananías contestó: - «Señor, he oído a muchos hablar de ese individuo y del daño que ha hecho a tus santos en Jerusalén. Además, trae autorización de los sumos sacerdotes para llevarse presos a todos los que invocan tu nombre.» El Señor le dijo: - «Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para dar a conocer mi nombre a pueblos y reyes, y a los israelitas. Yo le enseñaré lo que tiene que sufrir por mi nombre.» Salió Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y dijo: - «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y te llenes de Espíritu Santo.» Inmediatamente se le cayeron de los ojos una especie de escamas, y recobró la vista. Se levantó, y lo bautizaron. Comió, y le volvieron las fuerzas. Se quedó unos días con los discípulos de Damasco, y luego se puso a predicar en las sinagogas, afirmando que Jesús es el Hijo de Dios.

Sal 116, 1. 2 R. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio,

Alabad al Señor, todas las naciones,
aclamadlo, todos los pueblos. R/.

Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre. R/.

Lectura del santo evangelio según san Juan 6, 52-59

En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí: - «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Entonces Jesús les dijo: - «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.» Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.

II. Compartimos la Palabra

¿Quién eres Señor?

En el conocido relato de la vocación - conversión de San Pablo encontramos el germen de las enseñanzas del apóstol acerca de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo del que Él es la cabeza. A Pablo le queda tan claro, desde el primer momento de su conversión, que ya no se le va a olvidar.

Saulo, en realidad, persigue a los cristianos, es decir, a la Iglesia y Jesús a su pregunta: ¿Quién eres Señor?, le responde: “soy Jesús, a quien tú persigues”. Queda claro que Jesús y la Iglesia no se pueden separar, como no se puede separar el cuerpo de la cabeza y seguir teniendo vida. Muchos, que quieren vivir un cristianismo a la carta, defienden el criterio de: yo creo en Dios pero de la Iglesia (donde meten, como en un cajón desastre, al Papa, los Obispos, los sacerdotes, los religiosos, las monjas…) no quiero saber nada.

La conversión de San Pablo es, después de la resurrección de Cristo, el acontecimiento al cual el Nuevo Testamento hace alusión más a menudo. Es realmente un signo de esperanza, una muestra clara de que Dios elige a sus discípulos cómo y cuándo quiere y del modo más imprevisto. En Pablo conversión y vocación se dan simultáneamente. El violento perseguidor queda transformado en un misionero imparable, con la misión concreta de llevar el nombre de Jesús a todas las naciones.

Si Dios hizo de Saulo, el perseguidor, a San Pablo el apóstol. ¿No podrá hacer de nosotros criaturas nuevas? Sólo hay un secreto: “si tú Lo dejas, lo hará”.

“El que come este pan vivirá para siempre”

Estamos en el final del discurso del pan de vida. Es un discurso Eucarístico. Jesús se presenta como el Pan de vida que por amor se nos da, y del que recibimos la vida eterna. Hoy nos es muy fácil escuchar este texto, pero tenemos que ponernos en el lugar de los que escucharon por primera vez este anuncio, y comprender su reacción.

Los cristianos creemos en la presencia real de Cristo en las especies sacramentales, pero los que no tienen fe no ven más que un trozo de pan y un poco de vino. Sólo desde la fe se puede descubrir esta verdad que confunde a la razón, y acercarse a recibir la sagrada comunión sabiendo que es: “medicina de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo”, como escribió San Ignacio de Antioquia. La comunión no es sólo alimento para el alma que camina hacia Dios, sino prenda de la vida eterna y anticipo del Cielo.

Participar en el banquete eucarístico, lo que llamamos comúnmente ir a Misa, no es una práctica religiosa más. Jesús es bien claro al enumerar los frutos extraordinarios que se producen en el alma al recibir la comunión: tendremos vida en nosotros, permaneceremos unidos a Él, nos resucitará el último día, viviremos para siempre…

Y esto que sabemos y creemos se tiene que notar en nuestras caras. Durante la celebración de la Eucaristía nuestros rostros debieran estar radiantes de alegría; y al salir a la calle e incorporarnos a nuestra cotidianeidad ser portadores de la alegría de quien ha recibido el mejor regalo. Que quien nos vea tenga deseo de saber de dónde venimos.

MM. Dominicas
Monasterio de Sta. Ana (Murcia)