Compartir mesa y vida

de Enrique Díaz Díaz
Obispo Coadjutor de San Cristóbal de las Casas

III Domingo de Pascua

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Hechos de los Apóstoles 3, 13-15. 17-19: “Ustedes dieron muerte al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos”., Salmo 4: “En ti, Señor, confío. Aleluya”, I San Juan 2, 1-5: “Cristo es la víctima de propiciación por nuestros pecados y por los del mundo entero”, San Lucas 24, 35-48: Está escrito que Cristo tenía que padecer y tenía que resucitar de entre los muertos”

No pocas veces me he encontrado con personas que de un momento a otro han transformado su vida. Pero lo que me narró en días pasados un señor, aún joven y con un porvenir brillante, me ha dejado realmente impactado. Me explica su conversión: “He experimentado a Cristo resucitado pero de un modo tan tangible que me parece verlo en cada rostro, en especial de aquel que sufre. No crea que yo he sido un santo. He vivido de todo y he ambicionado los poderes, el placer, el dinero, ropas, coches… pero algo cambió mi vida. Mi esposa que antes siempre reclamaba mis excesos y maldades, ahora me dice que estoy loco, que cómo puedo dejar todo, y que no comprende mi felicidad. Algo siento en mi interior que me ha transformado. No lo sé expresar pero Cristo tocó mi corazón y es lo que yo buscaba, sin saberlo”. Es lo mismo que dice San Pedro a sus oyentes: “Ustedes han obrado por ignorancia… Arrepiéntanse y conviértanse”. Reconocer a Cristo resucitado es tomar en serio el Evangelio, es dejarse tocar por Jesús.

En nuestro camino de la Pascua, ahora que le toca a San Lucas presentarnos una escena de Cristo resucitado, nos hace ver a los discípulos reunidos “hablando de Jesús”. Empiezan apenas a asimilar que Cristo ha resucitado y se quedan asombrados ante los relatos de los caminantes de Emaús que les cuentan cómo lo han reconocido al partir el pan. Ellos mismos explican que no acaban de comprender cómo podían tener tanta desilusión y tanto temor a tal grado de abandonar la comunidad y todos los sueños del Reino, y volver derrotados a sus vidas ordinarias. Sin embargo un pan partido y compartido les ha devuelto la esperanza y los ha hecho regresar en la oscuridad pero con el corazón iluminado. En eso están, cuando nuevamente se presenta Jesús con el saludo acostumbrado después de la resurrección: “La paz esté con ustedes”. Es el deseo íntimo de Jesús propuesto con toda justicia al contemplar que su crucifixión y su muerte han hecho perder la paz a sus amigos. Les han traído miedo y confusión. No pueden entenderlas porque no conciben un Mesías en la cruz. Por eso los saluda una y otra vez con la misma expresión, buscando que recobren la paz. Pero tanto es su temor que ahora creen ver un fantasma.

¿Habremos nosotros también perdido la paz? A pesar de que sabemos que Cristo ha resucitado, necesitamos experimentar su presencia en medio de nosotros, abrir nuestro corazón a sus palabras y recobrar la verdadera paz. Me gusta imaginar a Cristo en medio de nosotros y contarle que estamos sumidos en la angustia y en la desesperanza, que las injusticias y la corrupción superan nuestras fuerzas, que estamos tentados a abandonar todo. ¿Qué nos contesta Jesús? Necesitamos que abra nuestras puertas y ventanas y descubra lo que hay en nuestro interior; que penetre su luz a lo más profundo de nuestra oscuridad para iluminarla y disipar nuestros fantasmas. Escuchar cómo pronuncia con seguridad y confianza aquellas palabras: “No tengan miedo, no pierdan la paz, que no tiemble su corazón”. A partir de estas palabras los cristianos podemos aprender la lección de no tener miedo, a nada ni a nadie. El miedo paraliza y nos deja impotentes frente a las dificultades y peligros. Por eso Jesús nos invita a recobrar la paz y vencer los miedos.

Y para infundirnos seguridad y disipar nuestros miedos, nos presenta también a nosotros, igual que a sus discípulos, las llagas de su cuerpo, de sus manos y de sus pies. Es el mismo que fue crucificado y que ha vencido a la muerte. No, no se trata de que no haya dolor ni heridas, se trata que a pesar de esos dolores y heridas se pueda triunfar y construir su Reino. Es de carne y hueso, no es un Mesías angelical que ofreciera solamente aleluyas y alegrías, presenta las huellas que ha dejado su entrega y por eso sabemos que el miedo y el dolor se pueden vencer. A veces nuestras vidas se llenan de fantasmas que nos atan y empequeñecen, que nos impiden vivir con alegría y en libertad. Jesús desenmascara esos fantasmas actuales con su presencia liberadora. Por su resurrección también nosotros somos capaces de vencer. Hoy nos invita a ser sus testigos y a llevar esta verdadera paz a nuestros ambientes y a nuestro corazón.

Sus discípulos parecen no estar muy dispuestos a creerle, entonces Jesús recurre al símbolo de la comida para demostrarles que no es ningún fantasma. Si Cristo comparte el trozo de pescado asado, busca mucho más que saciar su hambre; quiere hacer comprender a sus discípulos la misión de un Mesías que comparte la vida a plenitud con todos los hombres, en sus más básicas necesidades: el hambre, el miedo y la inseguridad. La comida, la mesa, el pan o la tortilla compartida, forman parte substancial de todas las culturas para mostrar la comunión y la verdadera fraternidad. El comer supone algo más que satisfacer una necesidad biológica. Comer juntos, compartir la abundancia o pobreza de alimentos, donde hay sitio para todos, es símbolo y figura del reino. Por eso Cristo comparte con sus discípulos y con nosotros un trozo de comida, Él que es el verdadero alimento que da vida. Comparte mesa y vida.

Al contemplar a Cristo tan cercano a nosotros surgen los cuestionamientos sobre nuestra vida y compromiso. Urge preguntarnos si hemos superado los miedos para enfrentarnos a las injusticias sabiendo que Cristo está de nuestra parte, o si preferimos cobardemente dejar que siga reinando la maldad y la mentira, mientras nos agachamos murmurando y renegando pero sin atrevernos a luchar por una vida más justa. También debemos cuestionarnos si nuestras Eucaristías significan y crean espacios para compartir, para construir fraternidad, si tenemos apertura para que todos puedan sentarse a la mesa de la vida, sin limosneros, sin marginados que tengan que esperar a ver si caen migajas de nuestra mesa para poder saciar su hambre. ¿Cómo somos testigos de Jesús en nuestros tiempos?

Señor, tú que nos has renovado en el espíritu al devolvernos la dignidad de hijos tuyos, concédenos que, superando nuestros miedos y sintiendo la presencia de Cristo Resucitado, construyamos la verdadera paz como testigos de tu Hijo Jesús. Amén.