de J. Trinidad Zapata Ortiz
Obispo de Papantla
Job 38, 1.8-11; Sal 106; 2 Co 5, 14-17; Mc 4, 35-41
Queridos hermanos, en este domingo las lecturas de la liturgia nos hablan del poder de Dios, no sólo sobre las fuerzas de la naturaleza, sino también sobre la muerte, gracias a Cristo que murió y resucitó por todos.
En el evangelio de hoy, sin decir para qué, Jesús dice imperativamente a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla del lago”. Pues bien, los discípulos obedecen, despiden a la gente y, llevando consigo a Jesús, se lanzan a la otra orilla del lago y: “De pronto se desató un viento fuerte y las olas se estrellaban contra la barca”. Paradójicamente Jesús dormía y lo despiertan con la pregunta: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. Como respuesta Jesús: “Se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: ¡Cállate, enmudece! Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma”. Este es el motivo por el que los discípulos se preguntan: “¿Quién es éste, a quién hasta el viento y el mar obedecen?”.
La palabra de Jesús y la obediencia del mar a su palabra suscita la pregunta: “¿Quién es éste?” y no sin razón pues en el Antiguo Testamento Dios es el único que puede hacer eso. Por ejemplo, separó las aguas del Mar Rojo para que su pueblo escapara del Faraón; en el Salmo de hoy dice que: “Habló el Señor y un viento huracanado las olas encrespó. Clamaron al Señor en tal apuro y él los libró de sus congojas. Cambió la tempestad en suave brisa y apaciguó las olas”. De manera que cuando aquí los discípulos se preguntan quién es esté, en cierto modo están dándose la respuesta, es Dios, o más en concreto es el Hijo de Dios, pues sólo Dios tiene poder sobre las fuerzas de la naturaleza.
En el Antiguo Testamento el mar aparece como una fuerza hostil a nosotros porque no es nuestro hábitat natural. Nosotros no tenemos la capacidad de vencer las fuerzas de la naturaleza, pero sí de dañarla lo cual trae graves consecuencias, como nos acaba de decir el Papa Francisco en su encíclica “Laudato si”. Las fuerzas de la naturaleza no dependen de nosotros, sino nosotros de ellas y debemos respetarlas. Somos nosotros los que debemos adaptarnos a ellas, no ellas a nosotros. Nosotros no somos dueños, no somos señores de la creación. Sólo Dios es el dueño, sólo Dios es el Señor, por eso, dice en el libro de Job: “Yo le puse límites al mar… y le dije: Hasta aquí llegarás, no más allá. Aquí se romperá la arrogancia de tus olas”.
En los evangelios, la barca es el símbolo de la Iglesia y el lago o el mar representa el mundo que la Iglesia, es decir la barca de Cristo, tiene que atravesar, a lo largo de la historia, hasta llegar a la otra orilla, es decir hasta el día final cuando Dios venga en su gloria. Mientras esto sucede los discípulos están llamados a creer en el Señor que va con ellos. Aunque parece que duerme no es así, sino que quiere suscitar la fe de sus discípulos, fe que, en este caso, todavía no tienen, pues les dice: “¿Aún no tienen fe?”. Este evangelio es un llamado para que nosotros, ante los problemas y las situaciones difíciles, confiemos en el poder de Jesús que no nos deja solos, pero nos invita a fortalecer nuestra fe en su presencia.
Ante un peligro real, el miedo es una emoción que nos puede paralizar. Para Jesús el miedo es signo de falta de fe, por eso les pregunta: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?”. El seguimiento de Jesús no nos va a librar de las pruebas, Jesús mismo dijo que había que tomar la cruz; además en los evangelios una y otra vez repite a sus discípulos: “No tengan miedo”. Esto no significa que el miedo, en cuanto tal, desaparezca totalmente del discípulo del Señor en los momentos difíciles. Se trata más bien de vencer todos los obstáculos, incluido el miedo, confiando en el Señor y acrecentando la fe. En nuestra vida cristiana, la fe probada está llamada a crecer, madurar y vencer el miedo.
Ahora bien, aunque todavía los discípulos en este pasaje no tienen fe, la pregunta que se hacen al final de la tempestad calmada: “¿Quién es éste, a quién hasta el viento y el mar obedecen?” indica que ya están descubriendo que Jesús es el Hijo de Dios, que tiene el poder de Dios y por esto el viento y el mar le obedecen. En otras palabras esto significa que la fe está germinando, los discípulos están comprendiendo que Jesús resucitado no duerme y cumple su Palabra: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Por tanto, si Jesús ha vencido la muerte por eso tiene poder sobre la naturaleza, ¡es el Señor!
Hay que decir que Jesús reprendió al viento y dijo al mar: “¡Cállate, enmudece!” y sobrevino una gran calma. Es lo que Dios quiere, que todos estemos en armonía, como aparece al principio de la Escritura en el libro del Génesis, pero por envidia del diablo entró la muerte en el mundo (cfr. Sb 1, 24) y la muerte ha traído la destrucción de la armonía querida por Dios. Agradecemos a Dios por la encíclica que el Papa Francisco nos ha regalados sobre la ecología. En ella nos llama la atención sobre el deterioro del medio ambiente y nos invita a convertirnos para que cuidemos la casa común. Tenemos que agradecer a Dios, el creador del universo, porque ha embellecido nuestra casa y tenemos que pedirle perdón porque no la hemos cuidado como él quiere y por eso muchas veces se vuelve en nuestra contra.
San Pablo en su segunda carta a los corintios nos dice que el amor de Cristo nos apremia. Esta urgencia la hemos entendido especialmente referida al anuncio del Evangelio. Esto sigue teniendo todo su valor, pero en estos tiempos esta urgencia tiene también una invitación a detener el deterioro ecológico, pues como dice el Papa “los términos medios son sólo una pequeña demora en el derrumbe” (Laudato si, No. 194). San Pablo dice también en su carta: “El que vive según Cristo es una creatura nueva; para él todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo”. Necesitamos convertirnos, no sólo hacia Dios, sino a nosotros mismos, hacia los demás y hacia las criaturas. ¡Necesitamos vivir una vida nueva!
Hermanos, Jesús resucitado no sólo tiene poder sobre las fuerzas de la naturaleza, sino también sobre la muerte y el pecado en nosotros, si creemos en él y lo hacemos Señor de nuestras vidas. Cuando sintamos las fuerzas adversas no pensemos que Cristo duerme, lo que pasa es que quiere que creamos más en él y le pidamos su ayuda. Así pues, sabiendo que él es el Señor que ha vencido la muerte y tiene poder sobre todas las fuerzas adversas que atacan a su Iglesia y a sus discípulos, digámosle: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. Les aseguro que si lo hacemos nos escuchará y atenderá ¡Que así sea!