de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM
XII Domingo Ordinario, ciclo B
“Esta vida mortal –escribió el beato Paulo VI– es, a pesar de sus vicisitudes… un panorama encantador”[1]. Sin embargo, las tormentas de las enfermedades y problemas oscurecen con frecuencia este hermoso paisaje, haciéndonos sentir que estamos a punto de naufragar. Entonces, quizá como los discípulos, lancemos a Jesús esta angustiosa pregunta: “Maestro ¿no te importa que nos hundamos?”
También Job, en medio de la pena que como un mar embravecido le ahogaba, dirigió a Dios esta pregunta: “explícame por qué me atacas”[2]. Sus palabras no fueron lanzadas al vacío, sino que el Señor, desde la tormenta, le respondió: “Yo le puse límites al mar”[3]. Así le hacía ver que, aunque Él no es autor del mal, sí puede ponerle un límite con la omnipotencia del amor, que se manifiesta plenamente en la cruz –como señala san Beda[4]–, donde Cristo hace triunfar para siempre la verdad, la justicia, la libertad, el progreso y la vida.
Por eso, confiando en el Señor, san Juan Pablo II afirma: “Cuando todo se derrumba alrededor de nosotros, y tal vez también dentro de nosotros, Cristo sigue siendo nuestro apoyo indefectible”[5]. El cambia la tempestad en suave brisa, y nos lleva al puerto anhelado[6]. Confiemos en Él, y no juzguemos más los acontecimientos con criterios humanos superficiales, incompletos e inmediatos[7].
“Solamente Dios lo arregla todo, el alma lo sabe –escribió santa Faustina–… y comprende bien que puede haber todavía días nublados y lluviosos, pero ella debe mirar todo esto con la actitud distinta… No se refugia en una paz engañosa, sino que se dispone a la lucha… Ahora se da cuenta mejor de todo… sabe encontrar a Dios incluso en las cosas más insignificantes. Para ella todo tiene algún significado, aprecia mucho todo… de cada cosa saca provecho… Confía en Él”[8].
Frente a la enfermedad, las incomprensiones e injusticias, no nos dejemos hundir por la desesperación, sino que, unidos al Señor, sigamos adelante confiando en Él, que, como ha señalado el Papa Francisco, “desea nuestro bien y quiere vernos felices. Como ama el Padre, así aman los hijos. Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos los unos con los otros” [9].
Al igual que Dios se apiada de nosotros, se nos acerca y nos trae la paz, apiadémonos de la esposa, del esposo, de los hijos, de los padres, de los hermanos, del resto de la familia, de la novia, del novio, de los amigos, de los vecinos, de los compañeros de escuela o de trabajo, y de la gente más necesitada, y ayudémosles a encontrar a Dios; alcanzar una vida digna, a desarrollarse integralmente, a ser felices y a vivir en paz.
[1] Testamento, www.vatican.va.
[2] Jb 10, 1.2.3.8.
[3] Cfr. 1ª Lectura: Jb 38,1.8-11.
[4] Cfr. en Catena Aurea, 6435.
[5] JUAN PABLO II, Memoria e Identidad, Ed Planeta, México, 2005, p. 170.
[6] Cfr. Sal 106.
[7] Cfr. 2ª Lectura: 2 Cor 5,14-17
[8] Diario, Association of Marian Helpers, Stockbridge, MA, 2004, nn. 109. 120. 146.
[9] Misericordiae Vultus, 9.