de Emmo. Card. Alberto Suárez Inda
Arzobispo de Morelia
En su segunda Encíclica, el papa Francisco se dirige no sólo a los católicos sino también a otros cristianos, a creyentes de otras religiones y a los no creyentes, a todos los hombres y mujeres que habitamos en esta “casa común”. Utilizando el lenguaje de San Francisco de Asís, pone el título al documento: “Alabado seas, mi Señor”, y habla de la Creación como “nuestra hermana y nuestra madre acogedora”.
Comienza señalando los graves daños que causamos, por irresponsabilidad o malicia, al medio ambiente que grita, nos reclama e interpela. Es preciso tomar conciencia y asumir lo que San Juan Pablo II llamaba “una conversión ecológica global”. Es inseparable la preocupación por la naturaleza de la justicia con los pobres y el compromiso social. El ser humano ha de tener conciencia de que todo lo que destruye la obra de Dios es también un pecado que ofende al Creador.
En el segundo capítulo nos invita el Papa a considerar a la luz de la Biblia y de la Teología la dignidad y belleza del cosmos. El pecado viene a romper el equilibrio de la Creación en su conjunto, pues no sólo afecta la relación del hombre con Dios sino con el prójimo y con la tierra. La Redención de Jesús y la misión de la Iglesia se orientan a la reconciliación de todas las criaturas y al respeto por la naturaleza junto con la compasión y preocupación por todos los seres humanos.
El tercer capítulo nos lleva a descubrir la raíz de la crisis ecológica en una actitud soberbia y abusiva de quienes, teniendo mayores avances tecnológicos, se olvidan de los principios éticos. Es justo apreciar los avances de la ciencia, pero sin olvidar que no es lícito manipular la obra de Dios arbitrariamente. No somos dueños sino administradores. Principios básicos son la centralidad de la persona humana y el derecho que todos tienen de un trabajo digno para su desarrollo y realización personal.
Los temas del cuarto capítulo, titulado “Una ecología integral”, son fundamentales para orientar la economía, la política y la cultura. Son inseparables las cuestiones ambientales de los problemas sociales y humanos. El Papa no pretende imponer, pero sí propone de manera clara y valiente los principios que pueden inspirar positivamente la ecología en la vida cotidiana en orden a una mayor justicia entre los pueblos y las generaciones.
Algunas líneas de orientación y de acción se nos ofrecen en el quinto capítulo. No bastan los análisis; sobran los diagnósticos. Hay que plantearnos la pregunta sobre qué podemos y qué debemos hacer. La política y la economía han de procurar, más que éxitos electorales y soluciones inmediatistas, una visión a largo plazo. Moderando el consumismo desenfrenado y favoreciendo otro estilo de progreso basado en el uso sostenible de los recursos naturales, harán un bien mucho mayor a la gente.
La última parte nos invita a recorrer un camino educativo impregnado de una espiritualidad ecológica. Desde la familia, la escuela, la catequesis, y los medios de comunicación, podemos apostar por otro estilo de vida y un verdadero cambio en la sociedad. Cosas tan simples como apagar las luces innecesarias, reducir el consumo del agua o separar los residuos, son hábitos que se han de inculcar. El egoísmo y las ambiciones son fuentes de injusticias y violencias. La comunión en el amor nos lleva al gozo y la paz, al hacer que salgamos de nuestros intereses mezquinos y así anticipar el Cielo y la Tierra Nueva donde cada creatura ocupará su lugar en la manifestación de la gloria de Dios.