¡Óyeme, niña, levántate!

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

XIII DOMINGO ORDINARIO CICLO B

¡Óyeme, niña, levántate! (cfr. Mc 5, 21-43)

Hay situaciones en las que parece que todo está perdido. Así le pasó a Jairo, uno de los jefes de la Sinagoga, quien mientras rogaba a Jesús que fuera a su casa para curar a su hija que estaba agonizando, recibió esta fatal noticia: “Ya se murió tu hija”. Lo mismo sucedió a la mujer enferma de flujo de sangre por doce años y que había sufrido mucho a manos de los médicos, gastando toda su fortuna,

Quizá también nos haya sucedido que, ante una enfermedad, una debilidad, un duelo, una adicción, un problema en el matrimonio, la familia, la escuela, el trabajo y con los vecinos, y frente a un mundo plagado de mentiras, injusticias, inequidades, pobreza, falta de oportunidades, corrupción, impunidad, violencia y muerte, además de sentirnos atrapados en un callejón sin salida, más de uno nos haya dicho: “¿Para qué seguir luchando? ¿Para qué buscar a Dios? ¡Ya no hay remedio!”

Pero Jairo y aquella mujer no se dieron por vencidos, sino que se acercaron a Jesús. Entonces, su dolor se transformó en alegría[1]. ¡El Señor curó a la enferma y resucitó a la niña de aquel jefe de la Sinagoga! En su Hijo, Dios, que nos ha creado para la vida[2], hace posible lo que la humanidad, con sus enormes adelantos, no puede lograr: vencer al pecado, que ha introducido en el mundo al mal y a la muerte, y hacer triunfar la verdad, la justicia, la libertad, el progreso y la vida.

Como Jairo y como aquella mujer, también nosotros podemos acercarnos a Jesús, que viene a nosotros en su Iglesia, a través de su Palabra, sus sacramentos y la oración, y que nos repite aquello que dijo a santa Faustina: “Deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en Mi misericordia... Mi amor no desilusiona a nadie”[3].

¿Con esto nos asegura que va a curarnos de todas las enfermedades y a resolver todos nuestros problemas? No. Significa que Él viene a traernos a Dios; y el que se une a Dios, como afirma san Gregorio de Nisa, “alcanza la felicidad imperecedera, la alegría ininterrumpida… el júbilo perpetuo, en resumen, todo bien”[4].

“Como ama el Padre –comenta el Papa Francisco–, así aman los hijos. Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos los unos con los otros”[5]. “Hermanos –nos dice san Pablo– distínganse también ahora por su generosidad”[6]. Hagámoslo, teniendo presente que, como dice el Santo Padre en Laudato Si´, “son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior”[7].

Si confiando en Jesús hacemos lo que nos corresponde, entonces, al igual que Jairo y la mujer enferma, veremos cómo sanamos de muchas cosas, y cómo las personas que amamos y nuestra sociedad resucitan a una vida nueva, plena y eterna. No nos dejemos dominar por el miedo y el desánimo cuando parece que todo está perdido ¡Basta que tengamos fe!


[1] Cfr. Sal 29.

[2] Cfr. 1ª Lectura: Sb 1,13-15; 2,23-24.

[3] KOWALSKA Faustina, “Diario. La Divina Misericordia en mi alma”, Op. Cit., nn. 1142, 687, 29.

[4] Homilía 6, Sobre las Bienaventuranzas.

[5] Misericordiae Vultus, 9.

[6] Cfr. 2ª Lectura: 2 Cor 8, 7.9.13-15.

[7] Laudato Si´, 10.