BUSCA LO QUE BUSCAS!!

Busca lo que buscas, pero no donde lo buscas. Esto que parece acertijo yucateco (lo busco, lo busco y no lo busco), es en realidad un gran consejo de san Agustín, y aplica muy bien en esta temporada en la que por todos lados vemos anuncios, letreros y tarjetas navideñas que hablan de la alegría, la felicidad, la paz y la luz de la Navidad. Y es que algunos buscan la alegría navideña tomando ponche ‘con piquete’ en pachangas que de ‘posada’ tienen sólo el nombre; la felicidad en un aguinaldo que se esfuma tan pronto llega; la paz en medio de un atestado comercio; la luz en los foquitos del arbolito, y al final quedan agotados y vacíos. Otros se van al extremo opuesto y creen que la alegría, felicidad y paz de la Navidad consiste en procurar ignorarla, así que no ponen Nacimiento en su casa, no dan (aunque reciben) regalos, ni de broma aceptan reunirse con parientes a los que no toleran y considera el 25 de diciembre un día como cualquier otro. Al final sus esfuerzos resultan en vano, la Navidad llega y su auto-exclusión del festejo los deja, también, vacíos. En ambos casos sucede algo semejante, se busca algo bueno pero no se lo consigue porque se busca donde no está; se sabe que está allí pero no cómo alcanzarlo. Decía san Agustín que pasa como cuando viene hacia nosotros alguien que conocemos pero del que no recordamos su nombre, pensamos: ‘¿cómo se llama?, ¿Juan?, no, no es Juan. ¿Pedro?, no, no es Pedro’. No tenemos claro cómo se llama, pero sí cómo no se llama. Lo mismo sucede con algunos que confunden que hay algo grande que celebrar en Navidad con ‘celebrar en grande’, con ‘reventones’, decoraciones, cenas, regalos o la supuesta visita del inexistente santa Claus, y buscan inútilmente la alegría, la felicidad y la paz sumergiéndose en todo eso o tratando de evadirlo. Si se preguntaran, ¿es esto la alegría?, sabrían que no lo es; ¿esto me hace en verdad feliz? Dirían que no. Saben lo que buscan, pero no dónde buscarlo. Dice Juan el Bautista en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 1, 6-8.19-28): “En medio de ustedes hay uno al que ustedes no conocen” (Jn 1,26). He ahí la razón por la cual quedan defraudados los que creen que la Navidad es sólo una fiesta que toman como pretexto para divertirse o para evadirse. No han captado que no se trata de un fiesta en sí, ni de celebrar por celebrar, sino de festejar a Alguien, celebrar que Alguien ha venido a estar en medio de nosotros. Es en la venida del Emmanuel, del Dios-con-nosotros que hallamos la alegría de sentirnos incondicionalmente amados, la felicidad de sabernos llamados a la vida eterna, la paz de descubrir que en todo interviene Dios para nuestro bien, la luz divina que nos alumbra por dentro.
De niña veía un video de dibujos animados que pasaban el 25 de diciembre: ‘Cómo Odeón quiso robarse la Navidad’ (hoy se consigue en español en DVD como ‘Dr.Seuss’ How the Grinch stole Christmas’, que no tiene nada que ver con la versión de Hollywood). Se trata de un personaje verde, amargado, que vive en la punta de una montaña, dice que odia la Navidad y decide robársela. Se disfraza de sta Claus, y a su perro de reno, baja al valle cuando todos duermen y echa en su trineo arbolitos navideños, adornos y regalos. Deja todo vacío y vuelve a casa. Espera oír los lamentos de la gente cuando despierte y vea que le robó la Navidad, pero oye un bello villancico, que entonan los habitantes del valle. Con el canto sube hasta él una luz que lo ilumina, toca su corazón, lo suaviza y lo agranda. Arrepentido baja al valle, devuelve lo robado y al final comparte con todos un banquete en el que da un suculento bocado a su perrito, al que antes siempre había maltratado. A mis sobrinas les encantaba que les narrara esta historia, y ahora que ya son mayores de edad les sigue gustando, porque les recordaba, y les recuerda que la Navidad no depende de lo material. Para celebrarla bien no hace falta cenar pavo sino participar del banquete del Pan y la Palabra; no hay que llenar la casa de foquitos, sino dejarse iluminar por el amor de Aquel que es luz del mundo, no se necesita comprar o recibir obsequios de otros, sino aceptar y corresponder al mayor regalo que hay: la presencia de Dios entre nosotros.